Por Pablo Igon
Un viernes con la puesta del sol, nos encontrábamos sentados con mi amigo Pablo en los escalones de mármol de la puerta de casa, sobre la Avenida Caseros. La madera de roble macizo sirve de apoyo para nuestras espaldas. Habíamos charlado un largo rato sobre lo que haríamos el domingo en el torneo de fútbol del barrio, no nos estaba yendo muy bien. Una eterna discusión respecto a la incorporación de nuevas personas, entre los que estaba el primo de Pablo, nos encontró chocando sobre nuestras posiciones. Claramente, la misma tenía que ver con el lazo sanguíneo, por un lado, y por otro, la falta de destreza deportiva del familiar.
Luego de varios minutos, el silencio se interrumpió al hacerse presente delante de nosotros el mismísimo primo. Tony, con “y” como le gustaba aclarar a él. Creemos que tiene que ver por su fascinación por las películas de mafiosos Italoamericanos, pero todos sabíamos muy bien que él odiaba cuando en la casa lo llamaban Antonio a secas.
Tony con “y” saludó, y sin preguntar se sentó en la vereda al lado nuestro. Tumbó su espalda contra la pared de cemento rugosa y metió la mano derecha en su mochila con parches metaleros. Sacó un envase de cerveza “La Diosa” y dijo: “¿compramos una birra?”, “tengo envase, pero me faltan diez mangos”, agregó. Nos miramos con Pablo y ambos asentimos inclinando nuestras cabezas y también incluimos una mueca burlona en nuestras caras.
Juntamos la plata luego de hurgar en cada bolsillo de nuestras ropas, y nos fuimos para el almacén del Gallego José, en la esquina diagonal a donde estábamos sentados.
El Gallego, está abierto 24 horas y no pregunta la edad para venderte cerveza. Con nuestra vaquita compramos la cerveza y una bolsita transparente y diminuta de palitos salados. Al lado de la ventana por la que el viejo Gallego te atiende, hay una puerta en la que siempre nos sentamos a tomar algo después de volver del Parque Lezama. Los viejos escalones son de madera y por una extraña razón siempre están impecables y brillosos. El primo Tony se llevó el pico de la botella hacia el costado y fondo de su boca, con sus muelas sacó la chapita de la botella, y la escupió hacia la avenida.
Recuerdo que esa cerveza era tan mala que casi nunca la terminábamos , aun cuando estuviera casi congelada, pero como era más barata no nos quedaba otra, que entregarnos a la “divinidad”. Tony con “y” se tomó por lo menos más de la mitad en dos sorbos, con Pablo tomamos un poco y dejamos el “culito”.
Los tres nos miramos y sonreímos. Con Pablo nuestras miradas se cruzaban, y sabíamos realmente que debíamos evitar a toda costa decir alguna palabra sobre aquel asunto. No pasaron más de dos minutos y como si Tony tuviera poderes mentales, y dos pies izquierdos, soltó la pregunta fatídica que no queríamos escuchar: “¿A qué hora jugamos el domingo?”.
Este texto salió del Taller de escritura creativa de Revista Wacho.
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