Por Micaela Di Julio
Repartiendo panfletos coloridos de Anamora por los hoteles decadentes de La Perla a la hora del desayuno.
Aterrizando mi mirada, aún demasiado despierta, a las siete de la mañana en el rosado amanecer por Playa Grande deseando un churro de Manolo.
Las maderas rotas de los Chalets olvidados y tenebrosos, a la esquina de la costa. Un tenue recuerdo de una burguesía olvidada.
Una pareja mayor, con brillantina, tacos y sombrero bailando un cuarteto al lado del casino.
La peatonal San Martín. Los anteojos de plástico apoyados sobre una manta blanca, los perritos fucsias, sus ladridos agudos y piruetas torcidas, las luces de neón del trencito de la alegría y una Pantera Rosa con un ojito bizco.
El olor a garrapiñada, las luces rojas del Sacoa, el centro repleto de turistas usando toallas mojadas como pollera en pleno verano.
El asfalto roto y los pozos. El olor espeluznante a harina de pescado camino al Puerto.
Imagino cómo se conocieron, las pocas veces que pasamos por el Gianelli al lado de Chuchillo.
Regresando a tus olas turbulentas en la neblina y el viento helado de junio después de 11 años.
Mi última despedida. Con una valija en cada mano, la mirada borrosa de lágrimas y ustedes, del otro lado del vidrio de la estación. Y yo, sin ganas de decir adiós.
Mar del Plata.
Te recuerdo así.
El texto surgió en el Taller de Escritura Creativa de Revista Wacho.
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