Iuka está sentada en la sala de espera. Hace dos semanas que cumplió dieciocho años y se ganó el derecho a elegir su carrera. La mayoría de los jóvenes ya no estudia, desde que se volvió accesible el grabado de conocimientos. Ahora, los que tienen el dinero necesario (porque eso no cambió, el que nació sin suerte se queda afuera) sacan un turno en las universidades virtuales para que les pongan en la cabeza un casco lleno de cables que transmite al sistema nervioso los conceptos inherentes a la carrera que quieren aprender. A los que no les alcanza, pero quieren ser profesionales, cuando terminan el secundario trabajan en puestos que no requieren título mientras ahorran o estudian en las obsoletas universidades presenciales que no garantizan nada. Otros, prefieren practicar oficios en lugar de perseguir a un sistema que les da la espalda o más fácil todavía, entregarse a la vida en la calle.
Hace mucho que Iuka sabe que quiere ser. Muchos de sus compañeros de colegio hacen lo mismo que sus padres, otros elijen lo que sea más rentable en ese momento (lo que más estén buscando las empresas) y algunos pocos enloquecen intentando adivinar que es lo que les gusta. Iuka lo tiene incorporado como el latido de su corazón, lo supo desde el momento en que el médico le pegó en la espalda para que rompa en llanto.
Escucha su nombre en el altoparlante y salta de la silla. La emoción que siente no le pasa por la garganta. Entra al consultorio cruzándose en el umbral de la puerta a un joven vestido con ambo de médico (también venden accesorios) y con sombrero de graduado. Del otro lado, sosteniéndose de la manija, la espera un señor mayor sonriendo con su cara de cabra albina. La corona que rodea su calva, su chiva y su atuendo son de un blanco que encandila. A Iuka le da la sensación de que llegó al cielo. Está en una habitación pequeña con un gran sillón reclinable en el medio al que le apuntan varis luces, el casco enmarañado de cables colgado en la pared, un gran ventanal en un lado y una puerta que lleva a un depósito.
—Buenos días, señorita…siéntese por acá —dice el viejo con voz amable. — ¿Qué vamos a hacer con usted?
—Buenos días profesor, ¡Quiero ser escritora!— contesta cuando termina de subir al sillón.
—Jajaja… pero si usted ya sabe escribir… supongo que habrá aprendido en el colegio. Puede aprender otra carrera y en todo caso practicar ese oficio por sus propios medios. Eso es una buena idea, ¿no le parece?
—Le agradezco, pero no —se defiende, como si quisieran arrebatarle algo que es suyo—.Quiero aprender a escribir novelas, cuentos y poemas ¡No quiero ocupar ni un milímetro de mi cerebro con otra cosa!
—Es que… me pone un usted en una situación complicada jovencita… ¿Qué dicen sus padres sobre esto?
—Mis padres me abandonaron cuando era muy chica, no los conocí. Fue mi tío el que hizo la transferencia. Y no me voy de acá sin ser escritora.
—Bueno, su tío entonces… ¿Seguro que él está de acuerdo?
—Quiere que elija lo que me haga feliz…
—Mmh… Ahora que lo pienso, se me ocurre algo que podemos hacer… —dice con mirada reflexiva mientras acaricia con los dedos su larga chiva—.Pero me va a tener que firmar una conformidad señorita, porque no quiero que después me vengan con reclamos o reembolsos.
—No hay problema, le firmo lo que usted quiera…
—Muy bien, entonces… espéreme acá un minuto— dice mientras desaparece por la puerta que lleva al depósito.
Iuka queda sentada en el sillón, encandilada por las luces. Mira por el ventanal hacia afuera, el único lugar que no le hace doler los ojos, pero desde su perspectiva no ve mucho más que el edificio de en frente. Del cuarto donde está el viejo se escuchan todo tipo de ruidos, se acuerda de las historietas que leía de niña e imagina las onomatopeyas. Se ríe. También le gustaría escribir de esas.
El viejo sale por la puerta reponiéndose de un tropezón y sosteniendo un objeto en su mano. Es un sobre de cuero marrón que refriega en el delantal, sobre el muslo, para limpiarle el polvo. A Iuka le parece una reliquia y piensa que hace juego con el aspecto caricaturesco del profesor.
—A ver, a ver… —dice mientras apoya el estuche en una de las mesitas acopladas al sillón reclinable—.Hace mucho que no entrego uno de estos…
Abre el botón y saca del interior un marco de metal negro que levanta para ver a contra la luz. Entrecierra los ojos como si viniese un viento. Iuka lo mira hipnotizada.
— ¿Qué es eso?
—Jajaja… unos anteojos, señorita.
— ¿Unos qué?… ¿Y para qué sirven?
—Muchos años atrás, cuando las intervenciones en los ojos no eran un simple procedimiento de rutina, la gente usaba estos lentes para los problemas en la vista. Impresionante, ¿no es cierto?… Pero estos no son comunes… no, señora… son mágicos. Con ellos usted podrá ver cosas que nadie ve. A ver… cierre los ojos…
Iuka estira el cuello y arruga la cara como si fuese a dolerle, cuando percibe que se aproximan las manos del profesor. El metal helado en la nariz y las orejas le da un escalofrío.
— ¡Ya está!… puede abrir los ojos jovencita…
— ¿Quéeee?… ¡no veo nada diferente!… más que usted en caricatura… Jajaja
— ¡Exactamente!… Venga, párese en frente del ventanal… vamos a probarlo…
Iuka se levanta confundida, pero obedece. Cruza los brazos y con gesto desafiante mira a lo lejos.
—Para allá… sobre la ladera de la sierra, dígame, ¿Qué ve?…
—Wooow… ¡No lo puedo creer!… ¡Es un cementerio fantasma!… ¡Puedo ver los espíritus!…
—Jajajaja… ¡Funciona!… ¡Claro que no, señorita!… es una pila de rocas en un basural…Vea, para allá, en la calle… esas dos personas…
—Mmmm…. es un hombre libre, despojado de lo material, paseando del brazo de una señora que ve las almas de la gente…
—Jajajaja… precioso… es un mendigo ayudando a cruzar a una ciega… ¿Y el objeto de allá?…
— ¿Un sombrero?
— ¿No ve una serpiente que se tragó a un elefante?
—No…
-Qué extraño, siempre funciona con los demás clientes… pero no importa… ¿Entiende?…Con este artefacto usted puede ver lo que nadie más… y escribirlo, por supuesto… Ahora, solo tiene que sentarse a mover un poco los dedos y mostrarle al mundo lo que se pierde… ¿Qué dice?-
— ¡Me encantan! —contesta buscando su mejor perfil en el reflejo que le devuelve el ventanal. Le combinan con la gomita negra que usa para atarse el pelo.
—Bueno, entonces voy a necesitar que me complete unos papeles —dice mientras coloca en la mesita una planilla.
—Lo que sea necesario…
—Firme aquí… Muy Bien, aquí y aquí… Eso es… Y… ya está… ¡Todos suyos!
— ¡Gracias! —contesta Iuka y mira al profesor por última vez, que le responde exhibiendo sus dientes amarillos en una gran sonrisa.
— ¡Es un placer!… Ahora, si me permite señorita, tengo otros jóvenes que iluminar. Le deseo muchos éxitos. —Y abriendo la puerta, la invita a salir con un gesto de la mano.
Otra vez en la sala de espera, Iuka saluda con un “Hola” a los dos jóvenes que están sentados ahí. No solo no le contestan sino que se miran entre ellos, como si hubiesen visto un fantasma. Sigue su camino y llega al ascensor. Camina en círculos dentro del cubículo hasta llegar abajo y cuando la puerta se está por abrir, suspira, lista para encarar aquel nuevo mundo. Sale del edificio y se dirige a la Biblioteca Nacional. No puede dejar de sonreír por el camino. Cuando llega, busca una mesa contra la ventana para buscar inspiración en los transeúntes y paisajes que desde allí se ven. Abre su libreta y se larga a escribir. Su mano se mueve como si tuviese vida propia, como si hubiese esperado años para que le dieran esa orden.
Es un cuento sobre un novelista que no consiguió publicar un libro en toda su vida. Escribió cerca de veinte y las envió a editoriales, plataformas virtuales y revistas, sin conseguir nada que no sean risas y burlas. Decidido a suicidarse, viaja a Mar del Plata para seguir los pasos de Alfonsina Storni y recostarse junto a ella, arrullado en el canto de las caracolas marinas. Para tener aunque sea una muerte de escritor. Tal vez así consiga que publiquen algo sobre él, por lo menos una noticia. En su camino a las profundidades, con el agua hasta la cintura, el hombre choca con algo muy duro. Es un cofre. Lo saca a la orilla y encuentra en él cinco libros empaquetados. Están impolutos, más secos que su carrera. Desesperado, se sienta en la playa y comienza el primero. Es tan conmovedor que se larga a llorar y consigue que le brote por primera vez una buena idea. Vuelve a su casa y googlea al autor. Nada. El título de las novelas. Nada. En un primer momento piensa en reescribirlas adaptándolas al lenguaje moderno, pero tiene miedo de arruinarlas, así que publica una así como está, en español antiguo. El éxito es rotundo.
—Estamos cerrando señorita, son las ocho.
—Ya voy, muchas gracias…
—Hace mucho que no veía unas gafas, ¿para que las tiene? Y ojo con mofarse de mi edad… que yo también he sido joven alguna vez…
—Son mágicos… veo cosas que nadie ve.
—Sí, claro… como mi prótesis…
Iuka sale de la biblioteca y cruza por el medio de la plaza. Es la primera vez que escucha la palabra Gafas. Sonríe y siente el marco frío en los cachetes. Cuando está por atravesar la reja por el portón que da a la calle, tres jóvenes le cierran el paso.
— ¡Hey freak!… ¿a dónde vas?… ¿a una fiesta de disfraces? —uno de ellos la agarra de los brazos inmovilizándola y le arrima su cabeza para inspeccionarla.
Iuka suelta un gemido apenas perceptible y el joven aprieta más fuerte para callarla.
— ¿Qué es eso?…
—Son para ver mejor… no tienen nada de malo… —consigue contestar entre dientes por el dolor.
El segundo la agarra del pelo, a la altura de la gomita, y tira para abajo poniendo su cara en posición horizontal. Iuka cierra los ojos, esperando un golpe. El tercero le saca los anteojos despacio, con curiosidad, como si fuese un bicho que puede reaccionar en cualquier momento. Los levanta como a un premio.
—Me parece que es una silla de ruedas para su cerebro… debe ser muy débil pobrecito… Jajaj… ¿Tan idiota sos? —dice examinando el marco—. Al ver que el objeto no es más que una estructura inanimada lo suelta desde lo alto, simulado que se le escapa de la mano—. ¡Uy!… que torpe soy…
Iuka ve la trayectoria hasta el piso y como se destartalan por el impacto. Quiere gritar, pero justo cuando está por hacerlo el pie del jovén baja sobre sus anteojos triturándolos. El crujido rebota dentro de su cabeza por unos segundos.
—Vamos muchachos… pensé que era algo más interesante—la dejan y se van caminando mientras festejan su crueldad.
Iuka arrastra su cuerpo hasta un banco de piedra que hay al lado del portón. El cadáver de su carrera queda tirado en el camino de pavimento. Se sienta, apoyando los codos sobre sus rodillas y la cabeza en los antebrazos. Se larga a llorar desesperada y el ruido le brota al fin por todas partes. Sus hombros se sacuden hacia adelante y atrás por los espasmos de angustia. Siente que su sueño termina antes de levantar vuelo, se acuerda del personaje de su cuento y piensa que a lo mejor puede reemplazarlo en su caminata a las profundidades. Permanece ahí, con miedo de levantar su cabeza al mundo durante varios minutos, hasta que siente una mano que le toca el brazo. Se aparta por reflejo, asustada. Levanta el cuello y ve un hombre con unos anteojos puestos y lo que queda de los suyos en la mano.
—Son tuyos, ¿no?… —le dice exhibiendo el marco torcido por todas partes.
—Eran… ya no sirven para nada… —contesta pasándose la manga por los ojos para secar un poco las lágrimas—. ¿Vos también usás?… ¿no sos un poco joven para?…
—Jajaja… soy apenas más grande que vos, pero lo suficiente como para saber que estos anteojos nunca sirvieron para nada, salvo para enmarcar tus ojos. Me llamo Blas… soy pintor. Cumplí dieciocho hace tres años y siempre supe que quería serlo. Fui al grabado de conocimientos y le insistí al viejo en que quería pintar y nada más, que no se gaste en disuadirme. Creo que el sinvergüenza huele el talento, sino no entiendo como sabe que va a funcionar su truco. O percibe la sensibilidad y sabe que con un poco de confianza es suficiente. Me engañó, como supongo que hizo con vos, y me los dio. Tardé un año y medio en darme cuenta. Mirá… ¿Ves?…—dice y empieza a atravesar el marco destartalado con su dedo, para demostrar que donde va el lente nunca hubo nada.
— ¿Qué…? —Iuka se muere de vergüenza. —Nunca se sintió tan infantil.
—Eso… no son más que un pedazo de alambre doblado… Por lo que me dijeron, hace cincuenta años los vendían hasta en los kioscos. Incluso como cotillón. El “profesor” ese debe tener una caja llena en su depósito y cuando ve entrar a los indicados… listo. Yo todavía los uso porque me gusta cómo me quedan, ¿no te parece?… Y porque… —se arrimó a su oído para susurrarle el final de la frase—.Siento que me protegen…
—Te quedan bien… —dice Iuka tratando de disimular—.
—Si querés puedo arreglarlos un poco para vos…
— ¡Dale!…
—Mirá… tenés que enderezar esta partecita… ahí va… fijate que la bisagra esta tiene que mover la patita hasta el final… esto tiene que estar bien recto… y… ya está. Se pueden mejorar mucho todavía, pero así ya te los podés poner. A ver… permiso…
Iuka gira el cuello apuntando a Blas, alza el mentón y cierra los ojos. Tiene los cachetes rojos y marcados por las huellas de las lágrimas. Espera otra vez el metal frío en su nariz y orejas… Recibe, en cambio, un largo y cálido beso.
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