Capítulo 1: algunas confesiones
Primero que nada aprovecho para confesar que terminé haciendo lo que en todo momento dije que no iba a hacer en este viaje: trabajar en Australia. Aclaro que no es porque tenga nada en contra del país o de su gente –de los que sé muy poco para ser sincero. Pero simplemente no era parte del objetivo de mi viaje y desde un principio –y en parte acepto que desde la testarudez de querer apegarme a mi idea- me planteé que eso no iba a suceder. Obviamente en este tipo de viajes, como diría un amigo mío alemán, el mejor plan de todos es no tener un plan. Dejarse llevar por las cosas que pueden ir pasando y aceptar todo lo que viene como una nueva experiencia de vida.
Teniendo en cuenta los reveses de los primeros días de viaje –sobre todo haber perdido mi equipaje-, la oportunidad de ahorrar una buena cantidad de plata para poder seguir viajando no era algo que podía desaprovechar así como así.
Aún así, acepto que realmente nunca estuve de acuerdo con aquellas personas que viajan a lugares del otro lado del planeta como Australia o Nueva Zelanda para terminar trabajando en campos recolectando kiwis, en obras de construcción o en imprentas doblando folletos. Y no es que considere que estos trabajos no sean dignos, todo lo contrario, pero no creo que sea necesario viajar más de 20 horas en avión para terminar haciendo este tipo de cosas que uno –y hablo teniendo en cuenta el argentino promedio que viaja a estas tierras, aunque siempre existen las excepciones- no haría en su país…
Hoy, sin esperármelo, me toca estar del otro lado del mundo haciendo lo que siempre dije que no iba a hacer. Quién sabe, quizás en unos meses cambie mi parecer y considere todo esto como una experiencia fundamental para el resto de mi vida.
Capítulo 2: ¿Por qué Adelaide?
Tanto el trabajo que conseguí como la ciudad a donde fui a parar llegaron de pura casualidad. Fueron parte de uno de esos azares del destino que de vez en cuando aparecen en el momento y lugar adecuado. Haber perdido la valija me había generado cierto desconcierto acerca de mi viaje, y pensé que tal vez la mejor manera de recuperarme de esa dura caída era consiguiendo un trabajo pasajero en algún país de la zona: China, Japón, Tailandia o Indonesia, no me importaba realmente donde. Pero las vueltas de la vida tenían preparado otro destino para mí.
Venía hablando hacía unos días con un ex compañero del colegio que había estado en Asia el año pasado. Me había recomendado ciertos lugares a los que ir y me dijo que si necesitaba algo no dude en avisarle. En uno de los momentos de mayor desesperación de los primeros días decidí acudir a él y le pregunté si por una de esas casualidades sabía de algún trabajo que pudiera hacer sólo por unos días. No quería extenderme mucho, ni concentrar mis energías en trabajar, tenía que ser algo rápido (menos de un mes) y donde ganara algo de plata como para poder seguir viajando tranquilo.
Su respuesta fue automática: me comentó que la feria para la que él había trabajado el año pasado estaba por realizar los últimos shows del año y esos iban a ser en el sur de Australia. Me explicó que era el lugar ideal para hacer plata fácil en poco tiempo y que si lo necesitaba él me iba a ayudar a conseguir un trabajo en el mismo lugar donde él había estado. No había mucho más que pensar, si todo se daba como no lo había planeado, en pocos días iba a estar pisando suelo australiano. Después de poco menos de un día me llegó un nuevo mensaje de él diciéndome que ya había arreglado todo con sus ex jefes y que si yo estaba de acuerdo me esperaban en Adelaide, una ciudad del sur del país, el martes al mediodía.
Tenía que tomar una decisión rápida y plantearme si realmente todo eso valía la pena. Lo primero que hice fue googlear la feria en la que iba a trabajar. Vi que se trataba de una especie de “Parque de la Costa” itinerante que viajaba por la mayoría de las ciudades del país y que tenía más de 150 años de historia. Lo segundo que hice fue buscar información de la ciudad, Adelaide, que hasta ese momento para mí no era más que una extraña mezcla de letras sin sentido. Wikipedia la nombraba como uno de los lugares más importantes de todo Australia, cosa que me dio cierta tranquilidad a la hora de pensar si valía la pena.
Después de mucho pensarlo, discutirlo con mi consciencia, analizar los pros y contras de la situación y hacer algunas cuentas matemáticas –algo que me llevó mucho tiempo debido a mi casi nula capacidad para realizarlas correctamente-, decidí arriesgarme y sacar el primer pasaje que encontrara a Adelaide. Arriesgarme significaba también, como ya me habían anticipado, que descubran mis intenciones de trabajar en Australia y no poder entrar al país o peor aún, ser deportado una vez adentro…
No sabía muy bien lo que me esperaba para las próximas horas ni cuánto tiempo iba a pasar en Australia, lo único que tenía claro era que mi próximo destino era Adelaide y que iba a estar trabajando en una de las ferias más importantes del país.
Capítulo 3: llegar a Australia como “turista”
Me habían anticipado que llegar a Australia podía ser muy difícil, pero tengo que aceptar que nunca pensé iba a ser tan estresante. La visa fue uno de esos trámites que te dan tranquilidad antes de llegar a un país y te dan a pensar que llegas a una de esas tierras libres donde no importa quién entra y quién sale. En sólo 15 minutos, y un domingo por la madrugada, conseguí que me dieran una por 6 meses con la posibilidad de entrar y salir cuando quiera y con un máximo de estadía de 3 meses… Un verdadero lujo teniendo en cuenta que sólo quería quedarme, como mucho, 25 días.
Los comentarios que había escuchado sobre el paso por migraciones habían sido los que realmente me habían asustado y hasta por un momento me hicieron dudar del viaje: “te revisan todos los mensajes del celular”, “eliminá todo lo que tengas con referencia al país y tu posible trabajo”, “no nombres a ningún conocido que haya estado haciendo Work & Holiday” y “pueden llegar a interrogarte tres oficiales por más de una hora” son algunas de las cosas que me habían dicho antes de decidir sacar mi pasaje a Adelaide, en el sur de Australia. Pero hubo una sola persona, Jorgito, que me tiró la posta. Lo conocí en un colectivo que iba del puerto de Bali a Denpasar, el centro de la isla. En una de esas charlas sin sentido me explicó que viajaba hacía varios años y siempre con visa de turista. Nunca se la habían negado y a pesar de la cantidad de tiempo que pasó en el país nunca tuvo ningún problema para trabajar. ¿La clave? Según él estar sereno y tranquilo, no darles ningún motivo para dudar de vos y en el peor de los casos negar todo tipo de relación con alguna situación confusa. De hecho, si es necesario preparar una buena coartada que sea irrefutable y que no permita la sospecha de los oficiales de migraciones.
La mía, en este caso, venía ligada a una verdad que me no me dejaba mentir ni ponerme nervioso: había perdido mi equipaje y por ese motivo había decidido viajar a Australia para poder acomodarme y resolver algunos trámites antes de viajar a Japón –explicando que por cuestiones del idioma y la burocracia de los distintos países de Asia se me hacía muy difícil resolver ahí. Pero claro, más allá del problema de mi valija, estaba llegando a uno de las ciudades menos turísticas de Australia y en plena época de feria, por ende mis excusas no parecían muy válidas para los dos agentes de migraciones -un hombre colorado de unos sesenta años y una morocha joven que demostraba simpatía con su sonrisa- que decidieron dudar de mis explicaciones y empezaron un extenso cuestionario que incluyó preguntas ridículas como: ¿Tenés novia? ¿Vivís en una casa grande en Buenos Aires? ¿A qué se dedica tu familia en Argentina? Y ¿Qué harías si te quedaras sin plata? fueron algunas de las cosas que dijeron en los 45 minutos que me retuvieron a un costado de la puerta de entrada del aeropuerto.
Pero mis respuestas no parecieron convencer a los dos oficiales que me interrogaban, y decidieron abrir mi computadora y mi celular para buscar algún tipo de información que pruebe que yo llegaba a Australia para trabajar… “Creo que alguien le avisó, borró todas las conversaciones” comentaba por debajo uno de los agentes mientras revisaba mi celular y se daba cuenta de que no había nada que pudiese ligarme al trabajo en negro de su país. “Yo tampoco encontré nada, no hay ningún mail que hable de su viaje” le respondió la morocha con un tono un poco más simpático girando su mirada hacia mí y comenzando la última tanda de preguntas del extenso cuestionario. Después de varios minutos de charla, donde le aclare algunos de los objetivos de mi viaje y le conté un poco de mi vida en Argentina, decidió dejarme ir recomendándome algunos lugares donde comer en el centro y donde poder alojarme. Decidió dejarme ir sabiendo también que seguramente iba trabajar en Adelaide pero no había nada que ella pudiera hacer para que eso no sucediera.
Capítulo 4: El trabajo
No sabía muy bien a lo que llegaba ni cuál iba a ser mi trabajo dentro del parque. Pero ya estaba jugado y fuera lo que fuere lo iba a hacer con la sonrisa más grande del mundo e intentando hacerlo parte de esta larga experiencia. Me habían mandado por mensaje de texto la dirección donde me esperaban para la primera reunión y la hora en la que tenía que encontrarlos. Era un miércoles al mediodía en el Showgrounds, el lugar donde se iba a realizar el Adelaide Royal Show a partir del viernes. Busqué el lugar que me habían dicho donde iban a estar y al segundo encontré en una mirada a Ezequiel, el argentino con el que había hablado y el que había sido compañero de mi amigo que me metió en todo esto. Lo saludé con un fuerte abrazo y le agradecí por la oportunidad que me estaba dando a pesar de no conocernos. Me explicó un poco cómo se manejaba la empresa para la que él estaba trabajando –y que por defecto iba a trabajar yo- y me presentó a Trent, el dueño de los juegos. Me miró, me pidió un abrazo como lo hacen los argentinos, y me dio la bienvenida a su “mundo del entretenimiento”. Un mundo que según lo que me explicó se dedicaba 100% a hacer a los niños felices y para eso dependía también 100% de nosotros.
Después de una pequeña reunión introductoria conocí a mis compañeros de trabajo: Bruno y Juan eran dos argentinos que habían llegado hacía casi dos años y ahora estaban trabajando con una visa Work and Holiday por primera vez, Nico era uruguayo y se había encontrado con ellos en un show que se realizó en Brisbane, Alessandro era italiano y lo único que quería era pasarla bien y en el grupo también había cuatro ingleses –Nathan era el de la historia más interesante ya que había vuelto a Australia porque en un viaje que hizo por el país el año pasado dejó embarazada a una chica de indonesia y ahora había vuelto para hacerse cargo del hijo y necesitaba juntar algo de plata para mantenerse en pie aunque sea por unos meses.
Pero más allá de sus historias personales, todos estaban ahí por una simple razón: buscaban plata fácil. Trabajo rápido, sin complicaciones ni ataduras y una buena paga al final del show. Y si bien el sueldo era el mínimo, se trabajaban muchas horas, sin interrupciones y la plata que se daba era en mano. Un negocio redondo para el que no quería comprometerse y tenía como plan principal seguir viajando.
Los trabajos eran fáciles: una pileta llena de pelotas inflables en las que se metían los chicos y jugaban por alrededor de cuatro minutos sin mojarse y deslizándose por el agua como si fuesen burbujas. Nosotros lo único que teníamos que hacer era meterlos adentro de las pelotas, sacarlos, cuidar que no pasara nada adentro de la pileta y controlar los tickets que se vendían. Era medianamente algo que todos podían hacer sin mucho esfuerzo ni mucha queja. El otro trabajo que hice fue en un juego que se llamaba Funge-Bungee, una especie de bungee-jumping para niños donde el objetivo era saltar lo más alto posible en una colchoneta ayudado por unos arneses que hacían de propulsor. ¿El único problema? Era desgastante, tanto para el cuerpo –a veces se trabajaba más de doce horas- como para la cabeza. Estar tratando con chicos medio día y en un parque de diversiones puede ser más estresante de lo que uno piensa.
Capítulo 5: trabajar, esconderse, trabajar…
“¿Vos sos el Pablo sin visa? No te preocupes, acá vamos a cuidar de vos” me dijo Trent, mi jefe, el día que lo conocí. “Y si llegan a venir los de migraciones ya sabés: a correr y esconderse…” me explicó con una sonrisa pícara en su cara y demostrando que sabía muy bien lo que estaba haciendo. Porque sí, acá se manejan de esa manera: trabajas, corrés, te escondés y al rato volvés a trabajar como si nada. Eso es el trabajo en negro en uno de los países más importantes del mundo. Así es el trabajo en negro en Australia: existe, se sabe, pero se esconde por el tiempo necesario para que nadie sufra las consecuencias y, por supuesto, para que alguien haga el trabajo que nadie quiere hacer por el mínimo.
A lo largo de los días me había encontrado con varios cuentos, que a esta altura podría ponerle la clasificación de mitos, sobre lo que pasaba cuando migraciones llegaba al parque a revisar el personal de los juegos. “Una vez pasé cuatro horas escondido abajo de una colchoneta mientras los policías me buscaban y los chicos jugaban arriba mío” me contó Ezequiel, mi supervisor, a la pasada en una charla sobre las posibilidades de que te encuentren trabajando en negro. “Es imposible, siempre vas a encontrar la manera de zafar. Pero si te llegan a agarrar, cagaste: así como te estás te meten en un avión y no volvés a pisar Australia por el resto de tu vida” me aclaró en esa misma charla. También había escuchado que argentinos se habían subido a montañas rusas para escaparse de los agentes que recorrían el parque y hasta algunos llegaron a ser corridos por la policía y que se habían salvado porque tuvieron un “dios aparte”. Pero todo parecía ser parte de un largo libro de añejadas historias que ahora llenas de polvo y desenterradas por una nueva feria se habían transformado en “leyendas de escape made in argentina”.
La primera vez que me pasó fue un viernes al mediodía. Justo ese día me había tocado una mañana de descanso y por ende llegué a mi trabajo en el “bungee” recién a las doce. Después de un poco más de una hora de saltos agitados llegó una amiga argentina que estaba en las mismas condiciones que yo a decirme que sus jefes le habían pedido que se cambie y salga de su puesto porque migraciones estaba dando vueltas por el parque. No supe cómo reaccionar. Sabía por un lado que lo más sensato era frenar mi trabajo, avisarle a mi supervisor y salir corriendo a esconderme. Aunque sea por unas horas hasta que los agentes se fueran del lugar. Pero algo en mí reaccionó totalmente diferente a como hubiera querido o como hubiera sido lógico que lo hiciera. Seguí saltando como si nada. Haciendo de cuenta que esas palabras de mi amiga no habían existido. Esperando que alguien me pida que deje de hacerlo. Esperando algún tipo de reacción de mi cuerpo o en su defecto de mi cabeza. Pero no llegó…
Pasaron unos largos minutos hasta que mi supervisor vino a pedirme que por favor me cambie la ropa y me aleje del lugar por un tiempo aunque sea hasta que todo se solucione. Le hice caso, cambié mi remera y me fui a dar una vuelta por el parque. En un principio me escondí pensando que podían darse cuenta de mi procedencia y lo que estaba haciendo, hasta que me di cuenta que era absurdo. Por más que quisieran en ese momento no estaba haciendo nada sospechoso y no había motivo alguno para que me pidieran mis documentos. Aproveché para recorrer un poco el lugar, aunque siempre en mi cabeza estaba el miedo de que en algún momento alguien me frene a pedirme mi pasaporte…
A los pocos minutos de empezar mi recorrido por el Showgrounds empecé a encontrarme con varios argentinos que estaban en la misma situación que yo. Caminando, hablando y vagando por el parque como almas perdidas sin un lugar donde parar. Todos sabían que si un oficial de migraciones los agarraba su destino no iba a ser el más feliz y su cuento iba a tener un final bastante amargo, pero muy poco le importaba a la mayoría y cada uno seguía su vida como si nada. En sus caras había una sonrisa, una especie de felicidad extraña por estar pasando por esta situación de la que tanto les habían hablado y que no habían vivido hasta el momento. Como si se tratara de una especie de experiencia necesaria para poder decir que habían cumplido uno de los objetivos más deseados de su viaje. Que habían superado una de las situaciones más complicadas y peligrosas de su vida. Había satisfacción en sus caras, en sus risas, en sus gestos… Claro, entre otras cosas habían encontrado una excusa para poder descansar, tomarse un recreo y disfrutar aunque sea por unos minutos de ser un ilegal en Australia.
Capítulo 6: la despedida
El final de la aventura en Australia llegó algo rápido, a tan sólo un mes de mi llegada al país. A esa altura estaba en Melbourne, segunda ciudad que visitaba junto al circo y donde se realizó una de las ferias más grandes e importantes de todo el continente –después de Sídney, claro. Había pasado los últimos 15 días yendo y viniendo del hostel al Showgrounds esperando con ansias el tan deseado cierre –entre otras cosas para poder cobrar mi sueldo y seguir de viaje por Asia.
Como era costumbre en la compañía en la que trabajé, dos días después del final del show se hizo una comida de despedida con todos los que habíamos trabajado ahí. Los jefes nos invitaron a comer a un restaurant chino en forma de “agradecimiento” –si se le puede poner un calificativo- por el esfuerzo hecho los últimos días. Esa noche fue la que me hizo dar cuenta de todo lo que había pasado en tan sólo un mes…
Estaba sentado al lado de dos italianos que hasta hace muy poco eran sólo desconocidos y ahora estaban en misma mesa riéndose conmigo como si nos conociéramos de toda la vida. Del otro lado tenía a Trent, mi jefe, emborrachándose con champagne y cerveza y hablándome entre otras cosas de su vida universitaria jugando al fútbol australiano –y como si una primera experiencia no hubiera sido suficiente, ofreciéndome volver al trabajo en las vacaciones de verano. Los ingleses comían como si no lo hubieran hecho por semanas y discutían sobre sus planes cuando volvieran a Inglaterra. Entre brindis y brindis, se decidió ir a bailar todos juntos para darle a la “despedida” un cierre acorde a lo vivido: una noche entera de descontrol después de casi 20 días seguidos de trabajo juntos.
Fue un mes intenso, en el que pasé más tiempo saltando arriba de una colchoneta que durmiendo y comiendo. Viajé por algunas de las ciudades más importantes de Australia siguiendo una inmensa feria itinerante, y conocí muchísimas personas –en su mayoría argentinos- que se hicieron poco a poco mis amigos. Dejé atrás prejuicios e hice cosas que nunca en mi vida hubiera imaginado hacer. Y, como si todo esto fuera poco, logré duplicar mi plata para poder finalmente viajar por el mundo sin muchas preocupaciones.
Muy buena loco! Es bueno saber que no somos pocos los que andamos así por los paises jaja.