Rapsodia del reencuentro


Por María Emilia Vignau

Abro los ojos ¿Los tenía cerrados en realidad? ¿Estaba soñando? Me pellizco y descubro que estoy más fresca que una lechuga. No sé cuánto tiempo pasó. Miro por la ventana y el Big Ben sigue frenado, perdido en el tiempo. Una melodía avanza tímida desde una de las habitaciones hasta convertirse en ópera. Una voz le canta a su madre, le dice que no quiere morirse. Freddy nunca suelta el piano. Abre la boca y no puedo resistirme, no sé si me gusta más su voz o su carisma. La escena, sin embargo, no se repite todos los días. De hecho siempre se corta en el mismo momento. Cuando llego a verlo más de cerca, su imagen se esfuma y aparezco en una playa. Me llama la atención, dado el lugar en el que estoy. Pero no lo pienso demasiado porque me encuentro extasiada con el paisaje. Toco la arena, dejo que el mar me empape con su magnitud. En ese preciso momento levanto la vista hacia la luna, esplendorosa como siempre, que me ilumina sin ningún tipo de timidez. Pienso que tal vez alguno de los astros que la rodean podría llegar a concederme el único deseo que se me ocurre en este momento. Estoy sola y me hace falta un abrazo, así que vuelvo a entrar. Miro otra vez por la ventana y veo que las agujas del reloj monumento ahora se mueven. El abuelo Alfredo me sonríe con picardía e inocencia, como lo haría cualquier niño que acaba de convertir en realidad la mejor de sus travesuras. Manejar el tiempo, ¿quién pudiera? Él lo hacía, a su manera. Quiero abrazarlo pero el momento se detiene ahí. Alguien nos interrumpe, una voz inconfundible. Tata, mi otro abuelo, preparó canelones y tortilla de papa y nos está llamando a los gritos para que vayamos a comer. Es una combinación rara, ya sé. Pero les juro que a nadie le sale como a él. Corro a sentarme en la mesa, sin poder creer lo que estoy viviendo. Pienso en todas las veces que atiné a llamarlos por teléfono, en cómo sigo teniendo la misma costumbre inconsciente. Sé que no estoy delirando, pero también me da miedo despertarme y entender la realidad. Esa realidad que me golpea cuando agarro el celular, veo sus nombres y me doy cuenta de que no me van a atender. Me pellizco otra vez. Es que ahora, aunque sea por un rato y en mi mente o en el teclado, puedo estar con ellos.


El texto surgió en el Taller de Escritura Creativa de Revista Wacho.

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