Por Natalia Rocchetti
Al despertarse, apoyó sus pies descalzos en el piso embaldosado y estiró la cobija que había dejado abultada en el colchón para envolverse con ella. No servía porque la camiseta que tenía puesta estaba vieja y gastada y se había vuelto casi tan fina como la nada. No servía porque el sobretodo que tenía encima estaba agujereado en varias partes y se le habían roto los botones, por lo que no se podía cerrar. No servía, porque la cobija era de lana, lana con tejidos espaciados y muy estirados por el tiempo. No servía, pero le daba cierta sensación de abrigo. Ahí, en algún lugar de su imaginación.
Estaba descalzo y no eran épocas para andar descalzo. Le había dado sus zapatos hermosos, resistentes y abrigados al chico que dormía en la esquina del Parque Rivadavia. No solía hacer eso, pero no eran épocas para andar descalzo y algo en la mirada del pibe le había hecho acordar a él. Se había visto reflejado literal y simbólicamente en sus ojos. Ahora se arrepentía, no eran épocas para andar descalzo.
Un viento seco e invernal se abría paso con firmeza por entre las copas de los árboles llevándose consigo varias hojas. Y otras cosas que le entraban en los ojos, irritándoselos. Mientras intentaba, en vano, encender el último cigarrillo que le quedaba, se acordó que la última vez que había tomado agua había sido a las diez de la mañana del día anterior y, de repente, sintió la sequedad en sus labios violetas. Labios que, a su vez, parecían dos chorizos recién sacados del freezer.
Su mandíbula se movía con gran agresividad poniendo en peligro varios de los dientes que tenía flojos al golpearlos entre ellos. Estaba más allá de su control. Este invierno finalmente se va a llevar mis dientes, pensó.
Por más de que apretara la cobija con más fuerza contra sí, cada vez la sentía menos en el cuerpo. Veía a la gente pasar con sus campera infladas y sus gorros de lana, sus botas y sus pantalones de corderoy. Todos muy apurados por llegar a algún lado, seguro con estufa. Él no tenía estufa, ni campera ni gorro ni botas ni pantalón de corderoy. Pero tenía la cobija. Que no servía. Irritado, la volvió a tirar arriba del colchón y, temblando, se acurrucó contra la pared. Pensó que no eran épocas para andar descalzo y se preguntó si habría alguna diferencia entre estar en el barrio de Caballito en la Ciudad de Buenos Aires en estas épocas y vivir en un iglú en Alaska.
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