Para opinar de ciertos temas, para hacer cosas que tal vez no me convengan, para gastar mis ahorros, para decir que me gusta lo que me gusta, para sentirme orgullosa de lo que hago, para divertirme un poco más.
Alejandra es el nombre de mi psicóloga y también el segundo nombre de mi mamá. Seguro que alguien puede analizar eso y decir algo interesante. A Alejandra la conozco hace 4 años desde que caí desesperada a su consulta cuando dejé de encontrarle sentido a muchas cosas – por no dramatizar diciendo “ a todo”- y era demasiado joven para que eso fuese aceptable.
Mis abuelos desaparecieron de este mundo en una secuencia Woodyallenezca que me arrastró a las penumbras. Había terminado la facultad y no tenía ningún tipo de respaldo institucional- algo fundamental para cualquier taurino que se precio como tal- y mi entonces novio vivía a 15.000 km de distancia. Solo eso bastó para que mi diminuto y joven universo colapsara en una crisis teenager de esas que no son tan simpáticas ni involucran transgresiones morbosas de ningún tipo. Nada parecido a las películas. Éramos yo, un cuarto desordenado y una almohada siempre manchada con lágrimas y delineador.
Ir a trapia me ayudó. Por primera vez en mi vida esa visita a un lugar extraño surtió efecto en mí. De a poco, fui entendiendo que no estaba tan loca al pensar que las cosas no tenían demasiado sentido, y que eso tampoco era terrible. “Canalizarlo”; esa fue la consigna en aquel entonces. Además de salir del pozo inmundo en el que estaba atrapada, como buena psicoanalista Alejandra me llevó atrás en el tiempo, a mi infancia, a mi familia, a todo eso. El cinismo, cansado por tanta angustia existencial, cedió ante ese diván en el que nunca me animé a acostarme a pesar de confesar sentada en él mis más pordridas cuestiones.
En las sesiones yo siempre hablaba de mi papá, de la gente, de mis amigas, de los demás. Siempre considerando las opiniones y puntos de vista de alguien cuyo único requisito para opinar sobre mi vida debía ser que no fuera yo. Todas las voces contaban menos la mía, que aparecía siempre presentada con adjetivos crueles y despectivos que anulaban de entrada cualqueir posibilidad de ser tomada en cuenta.
Mientras transcurría este período de silenciosa rehabilitación emocional, me dedicaba a observar a las personas. Las esucuchaba opinar y evaluaba cómo tomaban decisiones. Notaba algo diferente en los demás – hablando de manera generalizada-, una determinación de hacer lo que el deseo les dictaba, a respetar lo que les interesaba, a elegir sin preguntar a los demás qué opinaban. Los demás se escuchaban; o por lo menos se esuchaban mucho más de lo que yo me escuchaba a mí. Esto era una novedad.
Alejandra le puso palabras a eso que me pasaba, o tal vez fui yo, ya no me acuerdo. “Siempre estás esperando a que alguien te de permiso”, gatilló sin piedad. Una eterna nena pidiendo pulgares arriba y felicitaciones por cada decisión. Una cagona que no se atreve a plantarse y hacer lo que tiene ganas, atender al deseo. Una comparadora compulsiva que piensa que siempre le falta mucho para llegar a todos lados y que seguro está equivocada. Tan certero diagnóstico me agobió.
Pasaron los años y las sesiones. La oscuridad se disipó de a poco y volví a entusiasmarme por las cosas. Tomé muchas decisiones escuchando a los demás y negando lo que yo sabía bien. Cayó en mis manos el libro de Eric Fromm, “Sobre la Desobediencia”, que recomiendo y recomendaré toda mi vida. Me equivoqué y la pasé mal. Y entonces, así, de a poquito, fui viendo con mis propios ojos eso que había rotulado en terapia. Fui entendiendo cómo funcionaba el mecanismo que me subyugaba, empecé a adivinarme los trucos.
Pasaron ya ocho años de aquella crisis existencial que me hizo temer jamás volver a ser “normal”. Ya no soy igual a la persona que a todos invitaba a opinar de su vida y que basaba sus decisiones en un estudio de mercado improvisado en algún pre. Tampoco soy lo opuesto, pero en eso estoy. Lidiar con un error cometido a raíz de una decisión basada en lo que querés es, siempre, más fácil que lidiar con una decisión errada que tomaste para complacer a ¨inserte nombre¨.
Lucho siempre por darle protagonismo a lo que pienso e intento hacer más a pesar de no sentirme preparada. No siempre lo logro. Les pregunto menos a los demás qué piensan de lo que voy a hacer. A veces pregunto demasiado. Es una tensión con la que lidio todos los días de mi vida y es incómodo, pero agradezco haberme dado cuenta de que estaba conviritnedo mi vida en una especie de reality show de votación abierta.
El límite es tan real que a veces me falta el aire cuando lo pienso. Es tan difícil valorar a esa voz que suena reclamando el lugar que le pertenece que a veces pienso por horas, siento que deliro, termino con dolor de cabeza. Desentrañar los nudos que tenemos formados es casi como desafiar a la Matrix. Jode, duele, es peligroso; pero puede llevarnos a lugares de gran libertad y autodescubrimiento (¿no son acaso sinónimos?).
Tal vez a alguien más le pase lo mismo que a mí. Tal vez le pase, un poquito, a todo el mundo. Es difícil decir – y decirnos- que sabemos lo que queremos y sabemos lo que es mejor para nosotros. Escucharnos es difícil. Detectar nuestro verdadero deseo puede ser complicado, porque lo bloqueamos, lo negamos, lo escondemos, le tenemos miedo, le metemos culpa (¿“quiero esto porque es bueno para mí o porque soy una cómoda?”). Tal vez ese sea el viaje al que tenemos que entregarnos, el de aprender a leernos. Ya no espero a que alguien me de permiso para eso, o tal vez sí… pero cada vez menos.
No Comment