Mudando vamos


Me acuerdo el día que nos mudamos. Me bajé del auto y me quedé parado mirando la nueva casa. Los demás se pusieron a bajar las cosas, pero yo estaba excusado. Esa imagen me quedó grabada en el cerebro, era justo lo que te imaginás cuando te dicen la palabra “casa”. Ladrillo a la vista, techo a dos aguas de tejas naranjas y una puerta de madera con una cruz colgada. El jardín del frente tenía el pasto cortito y prolijo, con agapanthus florecidas en el perímetro y dos árboles jóvenes a los costados  de las rampas de adoquines que subían a la entrada y la cochera.

No terminaba de entender que fuéramos a vivir ahí. Que pasemos de un departamento en Belgrano (con vista a otros departamentos), a toda esa extensión de nada. Ni un edificio. Todas casitas pequeñas e iguales, que daban al barrio un aspecto infantil, como de película de Tim Burton.

Mi viejo creció ahí, en Capitán Lozada, un pueblo cerquita de Sierra de la Ventana. Una Ciudad, perdón, tiene veinticincomil habitantes. Siempre trabajó en la misma empresa de maquinaria agrícola, pero cuando se casó con mi vieja le ofrecieron mudarse a capital para trabajar en unas oficinas que habían abierto. En ese momento le servía, pero él nunca se acostumbró. Lo único que hacía era fumar. Trabajar, ver televisión y fumar. Después de quince años tuvo un Neumotórax, que es como si se te pinchara un pulmón. Tanto sus médicos como sus jefes le recomendaron que vuelva ahí, donde el aire es más puro y la rutina es más tranquila. Cuando me lo contó a mí, le dije que se vaya a la…

Su hermano Hernán vivió siempre ahí y trabajaba como veterinario. Para convencerme que no era tan terrible lo que me estaba pasando, mi vieja me contaba sobre lo “divino” que era mi primo Rafael y lo mucho que se divertía con sus amigos del barrio. El único recuerdo que tenía de ellos era de una vez que nos habían llevado a un campo a ver si las vacas estaban “premiadas”. Mi tío les metía la mano en el culo y empujaba hasta que le desaparecía el brazo completo. Yo miraba como levantaba las cejas y ponía cara de concentración, como cuando buscas algo abajo de la cama que no llegas a ver.  Rafa, que era un año más grande que yo, casi no me hablaba, a pesar de que Hernán trataba de que nos hiciéramos compinches.

Mis viejos estaban de acuerdo en que ese era el mejor momento para cambiarme de colegio, antes de empezar la secundaria. Mi hermana es cinco años más chica y no se hacía tanto problema, pero claro, no tenía un grupo de amigos como el mío. Aunque lloré y pataleé como si recién terminase el jardín, ahí estaba, resignado a pasar mi primer verano en Capitán Lozada, a dos cuadras de la casa donde se crió mi papá, que era prácticamente igual.

Los dos primeros días no crucé la frontera de agapanthus. Estaba  en huelga. Me tiraba en el sillón a ver tele con los brazos cruzados, solo para contradecir a mi vieja que quería que salga a hacer algo al aire libre. Ella, que nunca se dejó amedrentar, me decía que saque la cara de perro cagando huesos.

El tercer día, a la tardecita, sonaron dos golpes fuertes en la puerta de madera. Abrí y estaba mi primo. Mi vieja le pidió que me invite. Era obvio. O mi tía. Antes de que llegué a soltar la excusa que estaba improvisando, me dijo: “Vení… te voy a presentar a mis amigos.” Sin esperar mi respuesta empezó a bajar la rampa con una mano en el bolsillo y la otra en el volante de la bici.

 

-Esperá que agarro la mía.- le dije mientras caminaba para la cochera.

Se dio vuelta y esperó a que baje. Cuando llegué ahí, me preguntó:

-¿Esa es la tuya?-

-Sí, sí… es casi nueva, la compré el verano pasado.-

-Mmhhh… no sé si va a servir. – Dijo mientras la agarraba del medio del cuadro y trataba de levantarla. Era una Mountain verde, marca Zenith.

-¿Servir?… ¿Para qué?…-

-Ahora vas a ver…  Mira la mía… levantala.-

La agarré del asiento y la separé un poco mientras me agachaba, para verla con más perspectiva. Era una de Cross azul, con un Vairo estampado en el cuadro. La levanté sin hacer fuerza.

-Uhh no pesa nada.-

-No, viste… es de aluminio… ¿sabés cuánto me salió?-

-¿Cuánto? –

-75 pesos. –

-Nada… – La verdad, no tenía ni idea, la mía la habíamos comprado en Carrefour y salió 40.

-Estaba con descuento. Bueno, vamos…- Dijo mientras se subía.

Salió andando y lo seguí.  Fuimos pedaleando por la mitad de la calle mientras él me contaba sobre los vecinos del barrio. A las dos cuadras señaló una casa a la izquierda que era de dos hermanos amigos suyos con los que nos íbamos a encontrar esa tarde. Los Silvani. Cuando pasamos por una plazoleta con forma triangular me mostró otra que había sido de un conductor de televisión que ahora vivía en capital. Después doblamos a la derecha y bordeamos una laguna. Me dijo que muchas veces iban a pescar ahí a un baldío, pero que era medio aburrido porque habían sembrado tarariras y sacabas uno atrás de otro. Una vez, pescaron una que saltó del balde y le mordió el dedo. Sangró bastante, así que la reventaron a palazos con un remo.

Frenó en un terreno en el que había una obra en construcción y dijo que era ahí. Levantó la bicicleta y salió caminando para adentro. Cargué la mía, que no era tan liviana y lo seguí. Atravesamos la casa por la entrada principal, que todavía no tenía puerta, y salimos al jardín de atrás. Ahí estaban cinco de sus amigos tirados en el pasto con sus bicis desparramadas y a un par de metros, una rampa hecha con tablas de madera apoyadas sobre vallas de metal.

Rafa me los fue presentando mientras explicaba que yo era Iván, su primo y que me había mudado ahí nomás de lo de ellos dos. Eran tres pibes y dos chicas. Conté un poco de mi historia omitiendo que no quería saber nada con vivir ahí. Sentí que era mucho público y tenía miedo de decir algo que para ellos fuese de “porteño”, así que preferí preguntar. Los hermanos Silvani, Juli y Agustín, se llevaban cinco años. Ella, que era la más chica, tenía uno menos que yo, acababa de terminar sexto. Anto, la otra, era de mi edad y los dos flacos le llevaban uno a mi primo. Para mí eso era raro porque mis amigos eran todos compañeros de clase.

Les pregunté por la rampa y me dijeron que la saltaban con la bici. Iban pasando de a uno y la separaban cada vuelta un poco más, hasta que uno solo se animara. Si ese la saltaba era el ganador. Habían tenido algunos accidentes, no muy graves, y por eso habían empezado a usar casco. Eran dementes responsables. Los únicos dos que no saltaban eran Juli que no se animaba y Lato que tenía unos kilos de más.

-¿Quéres probar?- Me dijo Cristian, el varón que faltaba.

-¡No! Gracias… los acabo de conocer, no quiero hacer un papelón tan rápido.- Contesté y se rieron.

-Dale, te presto mi bici.- Me dijo Rafa. Yo lo miré y levante las cejas.

-Dejá, gracias. Menos mal que te tengo a vos.- Y se volvieron a reír.

-¿No te gustan estas cosas?- Insistió Cristian.

– Bici no intenté mucho… me gusta el skate, hago el ollie y el flip.-

-¿El flip te sale andando?-

-Sí… sí… la mayoría de las veces caigo parado.-

-Nahhh… no te creo nada… ¿Tenés el skate en tu casa?-

-Sí… lo tengo.- Cambiando el tono de modesto a firme. Pensé que tampoco me tenía que apichonar.

-Te apuesto una cerveza. Hoy no… ya se… pero otro día lo hacés.-

-No tomo cerveza. Probé una vez que me dio mi viejo y no me gustó. También conozco el Gin Tonic.-

-No te preocupes que va a ser para mí…- dijo riéndose. –…Y si ganás vos, quedate tranquilo que ahora te va a gustar.-

– Bueno, dale.- Contesté y se pararon para empezar la competencia.

Me quedé charlando con Lato y Juli, mientras los demás desfilaban por el circuito. Llegaban a separar tanto el receptor de la rampa que entraba uno de nosotros acostado abajo y uno diferente se ponía cada vez. Yo miraba para otro lado en el momento del salto. Los dos que estaban conmigo se me cagaban de risa.

Nos quedamos un par de horas más y dijimos de volver. Empezaba a oscurecer y el cielo estaba espectacular. Cuando salimos de la obra vimos pasar por la calle una camioneta pick up que en la caja tenía una mesa y cuatro tipos sentados jugando a las cartas.

-¡Miren eso! – les dije.

-jajaja… Es el “truco móvil.” Lo hacen siempre…. – Me contestó Juli.

Volví a mi casa y mis viejos me vieron contento por primera vez desde que nos mudamos. Tanto que cuando entré tuve que disimular. Y fue la primera de muchas. En ese momento sentí vergüenza por haberme portado como un nene y complicárselas tanto. Hoy en día pienso que los padres tienen todo el derecho de vivir sus vidas aunque tengan hijos. Muchos años más tarde he llegado a recriminarles a mis viejos que tendrían que haber sido más egoístas. Así de hipócrita me permito ser con ellos.

Nos seguimos juntando en el fondo de esa obra en construcción, que por lo que me contaron estaba parada hace unos meses. Era increíble la cantidad de oportunidades que teníamos en ese barrio. Y pensar que cuando estás en la ciudad te creés que es el centro del universo.

Empecé a saltar la rampa con la bici de mi primo y era bastante bueno, llegaba hasta las últimas instancias de los torneítos. Y no fue el único deporte extremo que conocí ese verano, también armamos un Karting con cosas que había en el terreno. Se nos ocurrió cuando encontramos dos rulemanes del mismo tamaño. Solo tuvimos que conseguir otros dos para completar las cuatro ruedas y con maderas hicimos los ejes y el asiento. La parte de adelante tenía una bisagra para que se pueda doblar, empujando con los pies.

Al principio nos tirábamos en calles con pendiente y agarraba buena velocidad, pero dejó de ser divertido al toque. A Lato, que tenía un cuatriciclo, se le ocurrió que podíamos tirar el Karting atándolo a una soga. Paseábamos por el barrio con nuestro carrito como si fuese un Lamborghini. Los del truco móvil se querían morir cuando nos veían. Pero lo terminamos llevando más allá. Fuimos a la plazoleta triangular de enfrente de lo del conductor y empezamos a dar vueltas con el Karting atado al cuatriciclo. Cada vez íbamos más rápido. En las curvas la soga perdía tensión y cuando volvía a tirar te aceleraba de repente, haciéndolo derrapar a tal velocidad que a los rulemanes les salían chispas. Era increíble. Lo fue hasta que en una curva el golpe que dio la soga fue tan fuerte que me levantó la parte de adelante y me caí de espaldas al pavimento. Se me hizo una frutilla en toda la espalda que transpiraba gotas de pus. Dormía boca abajo con el torso descubierto y no pude usar remera durante una semana. Esa fue mi retirada.

Me gané la cerveza que había apostado, le di otra oportunidad y me gustó. Los fines de semana íbamos a comprar con Agustín (que era el único que podía pasar por mayor), llenábamos una heladerita de hielo y la llevábamos a la obra. Cuando tomábamos, fumaba algún que otro cigarrillo que le pedía a los más grandes. Íbamos a fiestas y nos emborrachábamos, aunque yo me controlaba para no volver tan mal a casa.  No había día que no fuera espectacular y para mí todo era nuevo. Me hubiese quedado para siempre en ese mundo que inventamos.

Como vivíamos cerca, siempre me volvía con los Silvani y pegamos mucha onda. Con el tiempo me fui cruzando cada vez más a su casa. Sus dos viejos trabajaban todo el día así que se quedaban solos. Para ser de distinto sexo, eran bastante parecidos. Los dos tenían la cara para adelante, como con aspecto de ave. Aunque ella era morocha y él rubio. Juli tenía las tetas gigantes. Demasiado para una chica de sexto grado.

Al principio me quedaba siempre con Agustín, pero después de un rato él siempre tenía que hacer algún trabajo para el colegio o hablar con sus compañeros. Entonces yo me iba al cuarto de Juli. Siempre estaba escuchando música y nos sentábamos en su cama a charlar. Nos quedábamos horas, hasta que estuvieran a punto de llegar los viejos. Cantábamos temas de Shakira y de Ricky Martín y yo ponía voces estridentes y hacía gestos para que pareciera que lo estaba haciendo en joda.

Me costaba terminar de entender qué me estaba pasando. No me atraía físicamente, al menos de la manera que uno espera que le gusten las mujeres a esa edad, pero sentía la necesidad de ir a verla. Quiero decir, cuando sos adolescente imaginás algo más cinematográfico, pensás que cuando veas a la chica que te gusta vas a quedar hipnotizado y el corazón te va a explotar adentro del pecho. Bueno, no. Por lo menos a ese nivel no, pero disfrutaba mucho estar con ella.

No hablamos del tema. Nunca me dijo que le gustaba, ni yo se lo dije a ella. Se que los dos intuíamos que si lo hacíamos se perdería la magia que había entre nosotros. Era un acuerdo tácito. Tanto que ni llegué a plantearme si tenía que intentar algo más. Tampoco lo hablé con nadie, ni siquiera con Rafa, que igual es un tipo de esos que lo tenés que torturar para que te cuente algo.

Un mediodía, que pintaba como cualquier otro, terminamos de almorzar los tres y nos fuimos al sillón del living a ver un capítulo de Friends.  Al rato, Agustín dijo que se iba a fumar y después a dormir la siesta. Nosotros nos quedamos solos y pensamos que echarnos un rato nos vendría muy bien para bajar esa tortilla. Ella dijo que no podía dormir destapada y buscó una mantita que dejaban en el mueble de la tele.

Yo me acosté boca arriba, contra el respaldo y  con las manos cruzadas atrás de la nuca. Ella de costado y un poco más en el borde. En lugar de taparnos hasta el pecho, estiró la manta hasta arriba de nuestras cabezas, armando una especie de cueva. Empezamos a hacernos los dormidos. Del exterior solo se escuchaban las voces en inglés y las risas del público, ideales para tapar nuestra lenta danza muda. La luz solo dejaba ver nuestro lado tácito.

Primero, ella se enderezó para quedar boca arriba con la nuca apoyada en mi codo. Sus pelos en esa parte sensible me ponían la piel de gallina y se sumaban al complot de reacciones involuntarias que atentaban contra mi actuación. Después, empezó a rodar su cabeza por mi bíceps, con paciencia, hasta llegar a mi hombro. Mientras, yo giré despacio para ponerme en posición. Cuando estábamos ahí, a centímetros, sentí el calor de su respiración en mi boca y los parpados me temblaban por la fuerza que hacía para mantenerlos cerrados.  Esos últimos segundos fueron los más largos. Tanto que llegué a pensar que me había imaginado todo. Pero no.

Nos soltamos como perros a los que se les cortó la cadena y toda la delicadeza de la previa se transformó en fervor. La humedad de nuestros labios frotándose, de nuestros cuerpos, se convertía en vapor que saturaba la atmósfera de la cueva. La manta se estiraba y contraía como la piel de una boa que nos acababa de tragar. Nos besamos con desesperación, como si los jugos gástricos nos estuviesen disolviendo y esa fuera nuestra primera y última oportunidad.

No abrí los ojos en ningún momento y no tengo ni idea de cuánto tiempo fue, pero poco a poco la tormenta dio paso a la calma. El pudor fue regresando a nuestros cuerpos y  nos separamos para descansar. Pensé que nada de lo que había en el exterior podía compararse con acariciar su cintura.

Aquel beso nos dio la razón. Cuando estaba a punto de dormirme, ella se paró y se fue a su cuarto. Yo le tendría que haber preguntado a donde iba, pero no me animé. Cuando me di cuenta que no iba a volver, salí por la puerta de la cocina. Pasó lo que intuíamos que podía pasar. Esa frescura, esa complicidad que había entre nosotros, se convirtió de repente en calabaza. Si hubiese sabido que iba a pasar eso, me iba antes de la siesta, aunque siguiese virgen de primer beso. Creo que la última palabra que le dije fue “Chandler”.

No es que no hablamos nunca más, pero a partir de ahí fueron solo saludos protocolares. No volví a ir a su casa, porque sentí que era invasivo y pensé que la charla tenía que darse de manera natural. Después de tres días de suspenso insoportable, caí a la obra sin avisar y nos cruzamos. Fue muy incómodo. Traté de hacer contacto visual varias veces, pero ella apartaba la mirada al instante. Al rato se fue y me dejó ahí congelado. Entonces supe que las juntadas con ellos no volverían a ser lo mismo, por lo menos para mí.

El halo de felicidad que me venía acompañando se inundó de inseguridad. Volví a quedarme días enteros en casa, enfurecido conmigo mismo y tratando de entender porqué. Pensé que me iba a morir de incertidumbre, a ahogarme en la duda. Fue mi primera gran angustia. Me puse un auto castigo: me impedí salir por idiota. Por arruinar tan rápido algo que acababa de empezar a disfrutar. Es impresionante que haya preferido quedarme tan confundido que encarar una conversación.  Aunque  tendría que ser al revés, cuando uno deja de ser chico se vuelve un ridículo.

Creo que Agustín era el único que sabía lo que había pasado y que yo sepa, nunca dijo nada. Por suerte no pertenecía al estúpido estereotipo de hermano mayor celoso y no tuvo ninguna bronca conmigo.  Una vez que estábamos solos, me dijo que yo no era el problema, que era un tema complicado. Supongo que se había tomado una licencia de la promesa que lo obligaron a hacer, porque no quiso decir nada más. Si todavía me quedaba alguna esperanza de entender por qué ella se levantó y se fue esa tarde o si yo tenía la culpa, se derrumbó antes de que llegasen las vacaciones de invierno, cuando sus viejos decidieron mudarse.

Para ese entonces, había empezado la secundaria en mi nuevo colegio y me mantenía ocupado haciéndome lugar en ese nuevo mundo, no menos complejo. Con los del barrio nos seguimos juntando los fines de semana, pero cada vez con menos frecuencia. Nos cruzábamos por la calle y nos decíamos que teníamos que hacer algo, pero cada vez con menos sinceridad. Con el mismo vértigo con que se hizo realidad ese verano, se desintegró después en lindos recuerdos y cicatrices invisibles.

Pasaron dieciséis años. Hace dos semanas fui a tomar una cerveza con Rafa y nos acordamos de cosas que pensé que me había olvidado. También me enteré de algunas que no sabía. Las buenas historias quedan grabadas en algún pliegue del cerebro y  hasta se siguen enredando aunque las perdamos de vista.

-¿Te acordás de los Silvani?- Me dijo.

-Sí boludo…¿cómo no me voy a acordar?.-

-Cierto que se llegaron a conocer… increíble, ellos decían que odiaban a los porteños…jajaja-

-Te digo que lo disimulaban bastante bien, porqué andábamos de acá para allá.-

-¿Te acordás de Juli?…como me gustaba… Cuando empezamos salir justo se mudaron.-

2 Comments

  1. Paloma
    Responder

    Nooooo ese final me dolió

  2. Patricio
    Responder

    Gran manera de cerrarlo!

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