Mis pequeñas adicciones del pasado


Si te enganchaste por el título y pensaste que te iba a hablar de mi pasado oscuro repleto de metanfetaminas, ácidos y Xanax; te equivocaste. No creo en ese entonces, saber de qué se trataba todo eso y mucho menos entender el poder de una adicción, pero hoy miro esa inocencia y entiendo que sin querer caí en sus poderosas garras.

La primera pequeña adicción en la que caí fue el Nesquick. Empecé de a poco, como todos. Una o dos tazas al día, con 5 o 6 años, disfrutando del sabor a cacao y el azúcar mezclándose con la leche. Era chico, así que dependía de que alguien me lo preparara, pero poco a poco fui aumentando la dosis tanto en proporciones como en cantidades. Y aunque muy poco podía discernir entre lo bien y mal que podía estar tomar tanta chocolatada, con el tiempo se fue tornando en un monstruo difícil de manejar.

Tenía mí propio método para disfrutar con placer de mi pequeña adicción. Para empezar, usaba un tazón que superaba la media. Era como de unos 330 centímetros cúbicos -el tamaño de una lata- y tenía color azul. Le metía entre tres y cuatro cucharadas de Nesquick, pero no esas amarretas planas sin gusto que que me daban en las casa de los hermanos Dalbora; las mías eran montañas de polvo marrón llenas de sabor y placer. Y encima las mezclaba con otras tres de azúcar. Chorrito chiquito de leche, y a darle bien fuerte para que no hubiera grumos. Cuando sentía que esos tres ingredientes se unían a la perfección -y aunque lejos de ser Cheff estaba, en ese momento le podía competir cabeza a cabeza Martiniano Molina en un mundial de Nesquick-, llegaba el momento de llenar la taza de leche hasta el tope, meterle 45 segundos de microondas y dar ese primer pequeño y ruidoso trago. Si sentía que el gusto estaba en su momento ideal, quizás no hacía falta respirar: una sinfonía hacía eco del disfrute, mientras mis ojos daban vueltas y una inyección de éxtasis me recorría por todo el cuerpo. No hacía falta más nada, no quería más nada. Esos segundos eran solo para mí, para nosotros, éramos un matrimonio perfecto.

Era insaciable. Podía tomar tres o cuatro seguidos a la tarde cuando volvía del colegio, a la mañana algo dormido y con la panza vacía casi seguro que tomaba dos, y muchas noches después de ponerme quisquilloso con el plato de comida que me ponían en frente cerraba mí día con un tazón caliente mirando Cartoon Network -y ya cuando ambos crecimos, mirando la última edición de SportScenter.

Obviamente las adicciones siempre vienen acompañadas con alguna otra cosita. En mí caso, las tres o cuatro tazas de Nesquick se decoraban con medio paquete de galletas de leche. Ojo, no eran del tamaño de una Melba o Merengada, estas eran una circunferencia de 7 u 8 centímetros que se me deshacía en la boca entre bocado y tragos de chocolatada. Un manjar para unos pocos, y yo me sentía un rey en un banquete cada vez que tenía una bandeja repleta de ellas. Muchas veces, podía hasta  saltearme algunas comidas y conformarme con ese medio paquete al mediodía, y otro a la tarde mirando alguna película o serie en la tele. Tenía hasta técnicas de cómo devorarlas: primero las puntas, una por una, hasta dejar una circunferencia más chica con forma de ostia. Otras veces hacia mitad y mitad, y las partía con la lengua una vez que estaban en mí boca. Los momentos más osados eran cuando me la metía entera con los cachetes explotados -sí, perdón por describir tu próxima película porno- y lograba partirla en la boca.

Me acuerdo perfectamente el día que lo dejé. Fue un martes de diciembre y yo estaba en séptimo grado de colegio. Con doce años le dije no a mí adicción, aunque en verdad fue todo culpa de la mala publicidad y los primeros años de pubertad. Algo de acné en la frente, las primeras salidas con chicas y las noticias de que el exceso de cacao podía provocar serios casos de granitos en el cuerpo fueron suficientes para terminar esa amistad. Mí mejor amigo me había traicionado, y no solo eso, me había clavado un puñal por la espalda durante más de ocho años. Fue tal mí decepción que ese martes de finales del 2002 lo dejé. Pero no me quedé solo…

La falta de ese placer que endulzaba mis mañanas y me cubría en la noche, lo reemplacé con un poco de Coca. Pero acá no hacía falta esnifar, un vaso bien frío y de nuevo ese vicio de terminarlo casi sin respirar. Entraba en la adolescencia y el acné lo combatía con inyecciones sabor cola y extra azúcar. Al principio eran uno o dos vasos antes de comer a la noche, pero ese gustito dulce antes de dormir empezó a acecharme en los sueños, e hizo que empezará a desearlo ni bien me despertaba. Así fue como sin darme cuenta, la tostada la acompañaba con un vaso de Coca-Cola. A toda hora, no había excusa que valiera. Siempre estaba presente. Litro y medio o dos por día.

Y de nuevo, toda adicción tiene su compañero. En este caso, las burbujas carbonatadas llenas de cafeína tuvieron varios aliados, pero uno de los que más me duró y logró una de esas uniones insuperables casi como Batman y Robin fue con los Palitos de Queso Pehuamar. Sí, a esos dos no les ganaba nadie. Podía haber milanesas con papas fritas en la mesa, o ñoquis cuatro quesos, pero a ellos dos… Olvídate.

El tiempo pasó, el paladar se empezó a poner más exquisito y esas combinaciones dignas del peor fast-food empezaron a quedar atrás. Acá si que no recuerdo bien cuándo y porqué las dejé. Quizás de un momento a otro, o una iluminación budista me puso en el camino correcto; pero sin darme cuenta ese litro y medio de Coca desapareció de mí rutina. Hoy cada tanto veo esa lata roja transpirada en una heladera y me tiento, la abro para sentir su dulzura y le doy uno de esos besos de película. Aunque la miro y me doy cuenta que ya la superé, que no quiero recaer y que todavía tengo muchos años más para llenarme de nuevos sabores y adicciones.

1 Comment

  1. Ile
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    ¡Muy buena tu descripción! Me pasaba lo mismo, solo que yo ponía mucho nesquick, y poca leche, entonces en un vaso transparente revolvia apenas para que no se disolviera del todo el cacao, tomaba la leche, y al final, esa gruesa capa de chocolate, la batía y ¡la comía a churadas soperas! Era genial. Ahora, solo lo hago para recordar momentos lindos de infancia y sentirme un poco más segura…saludos!

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