Mi último movimiento


Por Felipe Devincenzi

Hubo un año en el que se desarrolló el éxodo más importante de mi vida. Quiero decir que muchos
de mis amigos se fueron del país casi al mismo tiempo. Todo para continuar la formación artística en
Europa, excusa que nadie pone en duda porque entre músicos prevalece la idea (falsa) de que un
estudio cursado afuera supera cualquier experiencia local.

No voy deconstruir esa superstición. Yo hice lo mismo y terminé en París y Hemingway tenía razón
cuando decía que esa fiesta móvil cala bien profundo en nuestro espíritu. Aunque lo cierto es que
estábamos bien en esa última versión de Buenos Aires. Estoy hablando del año 2015. La mayoría
compartíamos escenario y María y yo teníamos buenos trabajos y nos alcanzaba para vivir solos y
tomar después de cada concierto. Más no se podía pedir. Así y todo, prevaleció la curiosidad o la
filosofía noventista y María, mi mejor amiga, fue la primera en irse.

Antes de embarcarse a Frankfurt me dejó dos posters que ponderé por la gráfica. Mi preferido
exaltaba la alegría de un podio: tres chicos levantando esos trofeos plásticos con los que se premian
los torneos de secundaria. Era el arte de tapa de La Dinastía Escorpio, el segundo disco de Él mató a
un policía motorizado, y si bien la banda ya era muy conocida, yo nunca la había escuchado. Por esa
ignorancia exhibí la gráfica en el baño. Lo cierto, ahora lo sé, es que nada resalta más que en ese
ambiente de introspección higiénica: la mitad de mis invitados pasaba a mear y salía hablándome de
Él Mató y al cabo de un mes quise ponerme al día.

Empecé, por supuesto, con La Dinastía, y la primera sorpresa fue que esas canciones sonaron
actuales. Esta palabra es crucial porque hoy asistimos al crepúsculo de la guitarra eléctrica. Que un
grupo de rock esquive la mímica o la nostalgia es, para qué negarlo, casi un milagro. Pero cada tanto
ocurre. Pienso en los discos debut de los Strokes y los Artic Monkeys, pienso en los intrépidos grupos
barriales que ahogó el fuego de Cromañón, y también pienso en las sensaciones que me despertaron
los acordes de El Magnetismo, el primer track de ese disco preciado en el que una voz errante
pregunta HEY… ¿Quién te va a cuidar?

¿Cuidarnos de qué? Ese magnetismo que sigue bajando es la incertidumbre que invade a la
audiencia de Él Mató. La nuestra es una época marcada por muchas cosas. En el plano social,
prevalecen las mujeres bellas y fuertes que describe el segundo tema del disco. Esos versos áridos
(gritos toda la noche / el vecino y un cuerpo) descubren una lírica punk apenas temperada por arreglos
que recuerdan a Room of fire de The Strokes. El hilo disruptor es el bajo eléctrico. De hecho, cuando
le preguntan a Santiago Barrionuevo por su relación con el instrumento, dice que solo lo usa para
componer. En esa respuesta, creo, se define el sonido de la banda. Sobre el bajo continuo se construye
un punk de tempo moderado que discurre sobre política, romance y amistad: tres territorios íntimos
donde la voz errante pretende buscar lo esencial.

Pero decía que María inició una diáspora y que yo rumbeé para el mismo lado. Cuando esa Buenos
Aires perfecta empezó a desmembrarse, ya frecuentaba el disco homónimo (2004) y los tres EPs
anteriores. La Sintesis O’Connor no me tomó por sorpresa, pero sí el salto de calidad que revelaba. En
tiempos donde el trap satura los graves de cualquier espectrograma, el punk 420 de Él Mató supo
ponerse al día. En otras palabras, el bajo se alejó del sonido valvular, los paneos fueron más
envolventes y las letras más narrativas. Por eso La Síntesis es su mejor trabajo: porque es un disco de
rock y suena, milagrosamente, como un disco del 2017.

Para su lanzamiento yo cumplía un año fuera de Argentina. Mi formación iba sobre ruedas pero
hay algo vertiginoso en ser extranjero. Creo que terminé de adoptar La síntesis cuando cometí el error
de cambiar de país por segunda vez consecutiva. Hay movimientos que es mejor no repetir a menudo: me fui de París y la voz errante describió ese terreno movedizo con precisión y ternura. Por supuesto,
el hit del disco es un monumento al amor no recíproco. Pero el Werther de El Tesoro advierte: no hay
nada de épica en la depresión. De eso podemos estar seguros. Tampoco hay épica en la paranoia
(Ahora imagino cosas) y mucho menos en el arrepentimiento (Excalibur). Mejor es levantarse,
siempre, y enfrentar la belleza de este mundo extraño.

Esa esperanza también subyace en La Otra Dimensión. La banda publicó el disco a fines de 2019
pero enseguida explotó la pandemia y los aviones dejaron de surcar los cielos. A mí me sobró tiempo
para explorar esa triología perfecta que inaugura La Dinastía. Pero la música grabada tiene sus límites
y hacía falta una gira como la de 2022. La odisea dio con Europa en pleno verano. Yo los escuché en el
mítico Apolo, en Barcelona, a comienzos de julio. De pronto esas canciones cobraron tres dimensiones
y di cuenta de nuevos valores. La batería, por ejemplo, que en vivo acusa una calidad y precisión
excepcionales. Las guitarras, que se equilibran con dos valvulares de igual potencia y modelo. Y la
certeza, ante todo, de que cada tema devolvía un momento, un íntimo instante de estos últimos siete
años, y que lo mismo parecía ocurrirles a quienes se agitaban alrededor mío. Porque en el pequeño
recinto del Apolo, vale aclarar, el ambiente era descomunal. La banda llegó a postear que fue de sus
mejores conciertos. Quizás sea un comentario marketinero pero yo lo atestiguo. Tras dos años
apocalípticos, los platenses cerraron con ese tema que reza voy a subir al techo a ver / a mirar el
desastre / bajo la luz / de la luna gigante. Una estrofa premonitoria para todos los que aguardamos,
a la deriva, con el rifle entre las manos, el momento preciso para arrojarnos al próximo movimiento.

Ese Apolo terminó ahí arriba y desde entonces no quiero dar un paso adelante. Al menos no
todavía. Pienso en cambio en un tema de los Strokes, una canción hermosa que entrevera una
despedida amorosa con el sol del atardecer. Se parece a un poema de Borges (tarde que socavó
nuestro adiós) pero la pluma de Casablancas es más sutil y el recitado se acopla al ambarino de las
guitarras. Al final hay un verso brillante: I love you more than being seventeen. Digo que es brillante
porque existe una magia innegable en esa edad infinita. Aunque yo la reformularía: la mía se dio esos
meses previos a mi partida. Tenía veinticinco años y supe que cuando se está por dejar un lugar, todo
cobra un valor superlativo. El comienzo de esa aventura y el póster de La Dinastía Escorpio son dos
caras de la misma moneda. Cuando se lo comento a María ella asiente aunque después, tras una pausa
telefónica, me acuse de ser un lobo nostálgico.

Ixelles, 31 de agosto de 2022

No Comment

Leave a reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *