No sé si Jorge está vivo. Tampoco me animo a averiguarlo.
Tenía nueve cuando lo conocí. Yo era muy tímido y él sumamente extrovertido. Antes de subirme a su Peugeot 504 blanco, lo miré a mi viejo pidiendo que me ayudara, pero ya era tarde y tuve que sonreír ante los gritos de Jorgito el remisero.
En mi casa no se decían malas palabras, pero él las repetía constantemente y eso un poco de gracia me causaba. También agitaba a otros conductores y lanzaba unos garzos hermosos por la ventana, cosa que a mí me generaba admiración porque era malísimo escupiendo en los torneos de la primaria.
Cuando tenía 13 me llevó al colegio un día que había paro de colectivos. Antes de llegar a la escuela, y después de insistirle mucho, me dejó bajar dos cuadras antes y mirando para otro lado me tiró un “dale, corré gordo”. Le hice caso y me ratié bajo la lluvia al trote para ir a ver a mi reciente y primera novia.
Este remisero de otro planeta nos iba a buscar con los pibes a las fiestas a las que nuestros viejos no nos dejaban ir y nos hacía abrochar el cinturón a cada uno de los que estábamos arriba de su Peugeot. También fue quien me compró los primeros forros, el que me instruyó en el mundo del vino y quien me escuchó llorar cuando el vino me pegaba mal.
Ya de más grande nos hacíamos la segunda. La movida era la siguiente: yo me sumaba a un viaje que él tenía y después me tiraba. Es decir, que si yo tenía que ir a la matiné de Pachá a las 21 lo acompañaba a hacer uno o dos viajes antes y después me dejaba allá. Como vivíamos en el mismo barrio y a pocas cuadras, esto era sencillo y práctico. Sus recorridos con las señoras que iban a comer a Puerto Madero eran más llevaderos conmigo y después arrancábamos por Costanera con la ventana baja y fumando un puchito: él Parissien y yo Phillip Morris.
Con los años nos fuimos viendo menos, pero cada vez que metíamos un viaje juntos me la tiraba en vos baja pero bien clarito: “Que no se corte”. Hasta que cumplí 19 y todo volvió a su ritmo normal. Me empezaron a gustar las carreras de caballo a las que me llevaba mi amigo Enra y adivinen… Jorgito era fanático de los burros y sabía más que cualquier viejo chamullero del Hipódromo.
De un día para otro volvimos a nuestros viajes en los que yo lo acompañaba a llevar a alguna persona mayor y después nos mandábamos juntos para Avenido Libertador y Dorrego o agarrábamos la Panamericana y volábamos para San Isidro alguna tarde linda de verano. En ese momento él tenía 82 años, pero seguía manejado genial, fumando Parissien y puteando a los atrevidos que doblaban de prepo.
Con Jorge aprendí a controlar la manija a la hora de apostar. Él sabía mucho de turf y también tenía bien claro cómo manejar el escolazo, ya que amaba mucho más el deporte que la timba.
A pesar de todo esto, él no solo era un compañero para la diversión. Me ayudó mucho cuando tuve algunos problemas de salud y tuve que hacerme muchos estudios durante un largo tiempo. Me llevaba a todos lados y solo me cobraba la nafta y unos pocos pesos más, porque sabía que a mí me hacía bien ir charlando con él en vez de ir maquinando en subte o en colectivo. Estoy seguro de que más de una vez canceló un viaje a Ezeiza para cobrarme 15 pesos y llevarme a cualquier lado.
Con el tiempo mi pasión por las carreras se diluyó y por lo tanto mis encuentros con Jorge. Yo me compré una motito y ya no necesitaba tanto de sus servicios cuando estaba con algún mambo o un apuro. De vez en cuando me mandaba un mensaje de texto pero muchas veces no los contestaba. Siempre fui un salame para eso, cuando no sé bien qué decir me hago el boludo. También me cuesta mucho retomar relaciones que dejé atrás, seguramente por cagón, o en este caso por no animarme a escuchar un “Jorgito falleció”.
Hace poco cumplí treinta y atravesé ese momento de la vida en el que la conciencia, de un cachetazo, te avisa del paso del tiempo. Me acordé de mucha gente y obviamente Jorge no fue la excepción. Para endulzar esa sensación amarga que me quedó por ir distanciándome de a poco, hoy le dedico estas líneas, al mejor remisero del mundo y mi amigo de 93. Espero que las lea, esté donde esté, y que uno de estos días, cuando vaya al Hipódromo a ver a mi amigo Enra, me lo cruce descansando sin el auto, así esta vez, lo puedo alcanzar yo.
Como disfruto leerte Wacho! Viviendo en el extranjero, tus textos llenos de lunfardo y barrio porteño me devuelven por un rato a Buenos Aires. Gran abrazo!