No me entusiasman los olores. Muchas veces escuché el fanatismo por el aroma a nafta o pintura pero a mí los dos me marean. Nunca olí una flor en mi vida y uso el mismo perfume hace diez años.
Tengo más presente el sentido de la vista, el oído y el gusto. Un claro ejemplo se da en el ritual del asado. Primero al ver la carne en la parrilla ya siento que una fiesta se aproxima. Después la música se prende y el chillido de algún corte genera un movimiento en mis piernas de ansiedad y alegría. Y luego, cuando sale ese vacío a punto y lo meto en mi boca, subo mi mirada al cielo mientras estalla un “gracias Dios” de placer absoluto. A veces hago un ruido más intenso, pero a algunos les resulta molesto porque tiende más a lo sexual que a lo alimenticio, así que cuando puedo lo evito.
También tengo un tema con el tacto. Soy de dar abrazos. Cuando estoy sobrio me han comentado que doy buenos abrazos, contenedores, y cuando escabio de más me vuelvo una mosca gigante capaz de molestarte durante un par de horas con mi brazo en tu hombro o mi mano acariciando tu cara más de lo debido.
Hasta ahora todos los sentidos formaban parte de mi vida diaria, menos el olfato como les comenté, pero hoy apareció mi vieja y pateó el tablero. Cayó a mi casa y me trajo una bolsita donde habían dos botines Adidas muy pequeños de adorno que pertenecían a mi abuelo. Vale aclarar que él falleció hace un año y medio e inesperadamente yo todavía no había logrado despedirme de él. Mi mamá me comentó que habían repartido sus cosas entre los hermanos y que mi tío había pensado que esto me correspondía a mí porque soy periodista deportivo y me gusta el fútbol.
La verdad que estaban buenos los botines – realmente me encantaron como reliquia – pero no me hacían acordar a él. Ni siquiera recuerdo dónde los tenía o si alguna vez los había visto en su cuarto. Otra vez volvió a mí ese sentimiento incómodo del que les contaba. Como una pared flexible pero irrompible que no me permite despedirme.
La última vez que estuve en su casa me puse a buscar una radio viejísima a pilas que tenía en una silla al lado de la cama. Cuando en enero iba a su campo nos sentábamos a la mañana en su cuarto y escuchábamos los resultados de partidos de fútbol y del Abierto de Australia. Como no había luz eléctrica en la zona y estábamos muy lejos del pueblo no podíamos informarnos a través del diario o la televisión, así que esa radio a pila nos unía todas las mañanas. Pero a pesar de buscarla, no la encontré. Él vivía del otro lado de la cordillera y no voy tan seguido como para seguir rastreándola. Así que, ese recuerdo que pensé que podía romper este muro entre su muerte y mi dificultad para despedirlo, no apareció.
Al rato que se fue mi vieja agarré los botines, me senté y empecé a observarlos. Intenté encontrarle un significado mayor a nuestro simple gusto por los deportes y se me ocurrió mirar adentro del pequeño zapato para ver si tenía algo grabado en la plantilla. Ahí, en ese momento en que acerqué mi cara para mirar por el agujero me quebré en mil pedazos. Su olor, el olor de su ropa, el que sentía cuando lo abrazaba, el de las paredes de su casa, de su cama donde nos sentábamos a escuchar la radio. Ese olor me entró por la nariz y me golpeó arriba de los ojos, en ese lugar donde duele cuando tenés sinusitis, y se expandió por mi frente hasta llegar de una vez por todas a mi cerebro y hacerme reventar de un llanto.
¡Qué alivio! Un año y medio esperando para despedirme de él y les juro que en ese momento lo logré. Lo sentí presente y cerca mío a pesar de la distancia geográfica que tuvimos toda la vida.
Ahora no sé cómo hacer para que nunca se le vaya ese olor. Tiré todo lo que había en un estante y los dejé solos ahí para que no se contagien de nada. Al fin llegó el sentido del olfato a mi vida y no solo para ocupar un lugar importante, sino para ganarle a todos los demás.
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