Me gusta el guaraní porque a Oyola* le gusta el guaraní. Puede que también me guste porque suena dulce y fuerte, como el reto de alguien que te quiere. O tal vez, puede ser que, me guste el guaraní solamente porque le gusta a Oyola, y Oyola me gusta a mí.
Abro un poco la ventana de mi cuarto de hotel en Asunción. En esta ciudad suena fuerte La Mosca Tsé Tsé, como si aún fuese 1995, y hay buenas ofertas en Forever 21. Todo queda un poco al lado de todo y algunos edificios parecen haber sido teletransportados desde Miami e insertos en el medio de otros un poco menos ambiciosos.
Me recibe un tufillo a humedad que me devuelve a épocas pasadas en donde fui mochilera y todo me importó muy poco, o un poco menos. Un aroma a selva tropical me hace sentir lejos de casa y eso me gusta.
Sale Tinder en Asunción, salen Mbejú y cartas astrales de sobremesa. Chipá con anís, mate con boldo y doce mil guaraníes desde mi hotel hasta el infinito. Doce mil guaraníes y mi hotel tiene una cascada con luces fluorescentes que al tercer día ya me parecen de buen gusto. Me adapto al Paraguay cómo se adaptan las pibas populares a un colegio nuevo, sin dificultades ni renuncias.
¿Por qué no vine antes? No hay nada en Paraguay, me dice alguien. Nada en Paraguay, repiten. El hermano de mi abuelo era paraguayo; o su primo, no me acuerdo bien, pero siempre hubo en mi familia un cariño especial reservado para estos vecinos que pronuncian la erre suave. Tardé 30 años en venir y espero volver muy pronto, porque resulta que encontré algo en donde decían que no había nada.
Últimamente me despierto mucho más temprano de lo que me gustaría. Son las ocho de la mañana de un sábado en Buenos Aires y aunque vuelva a cerrar los ojos sé que la lucidez no va a abandonarme. Escucho un ruido fuerte afuera, parece ser un trueno. Pienso en ir a espiar por la ventana y subir la persiana pero no quiero abandonar el calor de la cama y, en cambio, manoteo el teléfono que durmió al lado mío para buscar respuestas en la aplicación del clima. Sol todo el día. El trueno debió ser un camión que hizo temblar los vidrios. Habrá que salir a la calle, habrá que “aprovechar el sol”.
Enrollada en varias frazadas de diferentes texturas y despierta en contra de mi voluntad, caigo en la práctica de recordar frases viejas, consejos pasados y conversaciones caducas. Pienso también en el texto que hace meses no puedo terminar y en seguida me viene a la cabeza Adriana, mi profesora de literatura de quinto año del colegio, quien diagnosticó temprano mi enfermedad: “a tus textos les falta acción”.
En mis cuentos no pasa nada. En Paraguay no hay nada. Tengo treinta años y todavía no pude resolver el dilema de la acción y, en cambio, sigo enroscada en descripciones, monólogos y diligencias melancólicas. También en mi frazada y en el anís, que solo me gusta si está en el Chipá que me convidan en Asunción. Una Licenciatura en Marketing que nunca alcanzó para los aplausos, opiniones cambiantes, fobias demasiado comunes ¿Me preocupa más que a mis historias les falte nudo y desenlace o tener treinta años y sentirme confundida?
Me quedan muchísimas horas del día por delante y preferiría permanecer inconsciente un rato más. Pienso en qué haría Oyola para volver a conciliar el sueño; todas las respuestas me causan gracia. Desde mi cama paso de recordar eventos pasados a planificar mis próximos quince años, nada como un colchón cómodo para resolver las cuestiones de la agenda existencial.
- Voy a tomar clases de guaraní en el CUI.
- Voy a hacer un curso de comida árabe para aprender platos de todos los días.
- Voy a ir al gimnasio al menos dos veces por semana.
- Voy a colgar los cuadros que esperan hace un año.
Abrazo la almohada y estiro todo el cuerpo. Siento algunos músculos pellizcar y pienso que probablemente sea la mejor sensación del mundo. Levanto la cabeza y la vuelvo a hundir con fuerza contra la almohada mientras largo un suspiro-queja que queda ahogado . No sé por qué insisto en hacer planes si se que no voy a hacer nada de todo eso. No en esta vida.
Sería perfecto si en este momento alguien calentara agua y me trajera un café con leche con una cucharada de azúcar; al menos para llenar el aire de olor a café, pero en el monoambiente solo estoy yo y lo único que se escucha son los ruidos de la obra de al lado. Si quiero un café voy a tener que hacerlo yo. Si quiero más acción en mis textos voy a tener que agregarla yo.
El desgano me tiene aferrada a las frazadas, o tal vez sea solo el frío. Abro Instagram y repaso las stories de todos los que ayer se molestaron en subir algo para avisarnos que salieron de sus cuchas. Abro Facebook y leo algunas actualizaciones de amigues lejanxs. Repaso Whatsapp, nadie se acordó de mí mientras tomaba el cuarto Gin Tonic; parece que no soy tan memorable.
Después de un rato más de chequeo digital y algún capítulo de Grey’s Anatomy, decido que es necesario salir de la cama. No es que quiera, pero es hora. Con infinito desgano me destapo y dejo de sentir el calor de mi acolchado y las mantas que lo complementan. Resoplo y pongo cara de tragedia como si alguien me estuviera viendo, ¿A quién le estoy comunicando mi malestar?
Cuando mis pies tocan el piso entiendo que el resto del día ya no me pertenece a mí sino al rosario de eventos sociales y compromisos que tengo que cumplir. Sé que estoy llegando tarde a algún lado pero mi falta de interés me impide fijarme más detalles en Whatsapp. Llego cuando llego, ese suele ser el lema últimamente.
Elijo algo para ponerme y apenas termino de vestirme me vuelvo a cambiar porque siento que mi elección no representa mi estado de ánimo. Me gusta que mi ropa combine con cómo me siento. El segundo conjunto me conforma. Me acerco a la ventana y, ahora sí, abro la persiana. Aprovechar el sol es un mandato social tan fuerte como casarse y tener hijos. Me atormentan los talibanes del sol, precisamente porque han logrado convencerme.
Agarro las llaves y salgo al palier, tomo el ascensor y en pocos segundos ya estoy en la vereda sintiendo el viento frío en la cara. Me acurruco en mi bufanda levantando los hombros hasta donde mis músculos lo permiten. Extraño la cama, extraño el olor a café que no pudo ser y también la cascada con luces fluorescentes que aprendí a querer. No tengo ganas de nada y arrastro los pies en silenciosa señal de queja. Todos los fines de semana de invierno pasa lo mismo y sé que como la acción en mis textos, a veces, las ganas aparecen a medida que abandono las cosas que no quiero abandonar.
*Leonardo Oyola es un escritor argentino.
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