Por Ani Vera
Todavía siento que crecí ese día que empecé a viajar sola en colectivo. Puede que no haya sido el despertar de nuevos sentimientos, ni un suceso que me haya doblegado al punto de convertirme en una nueva persona. Tampoco diría que me tuve que enfrentar con una realidad que me hizo ver la vida con los ojos de una mujer distinta. Nadie me dijo “Ahora que ya estás lista para enfrentar el mundo…” No, fue un tanto menos solemne el arrojo. Suena a pavada y sin embargo yo puedo recordar hasta el olor a jazmines de la florería que quedaba de camino a la parada de colectivo. Hacía calor y el viento paseaba los olores por toda la cuadra.
Viajar en colectivo, es quizá lo más monótono que me toca hacer en el día. Nada muy distinto a girar la canilla de agua caliente para darme un baño o sacarme las zapatillas del pie derecho con el pie izquierdo y viceversa. En fin, un despliegue para nada magistral de un conocimiento vulgar. Sin embargo, ese viaje en colectivo, fue quizá la aventura más adrenalínica en la que me había sumido hasta ese día
Mi mamá le daba veinte pesos a mi hermano para que me acompañe a catequesis, de lo que sí no me acuerdo, es si era los sábados o los domingos. Era un viaje de diez minutos en colectivo. Era de esperarse, conociendo a mi hermano, que un día sucediera lo obvio. Agustín tenía cuatro años más que yo, pero no sé si por esa diferencia o por ser varón, tenía permitido salir al mundo con mucha más independencia que la que tuve yo a su edad. A Agus lo caracterizaba un fuerte uso de la ley del menor esfuerzo, uso que lo caracteriza al día de hoy inclusive. Y entonces un fin de semana, que asumo que habría un buen partido de fútbol o estaban pasando buenos capítulos de Los Simpson (en esa época todos eran buenos) o simplemente pintó, hizo lo típico de él, algo que ya tenía su sello, hizo trampa.
“Vos querés viajar sola en colectivo y yo no quiero ir hasta allá”, le dijo a una Ana de diez años. “Te doy diez pesos y vas sola. A mamá no le digas nada”. Para mí era negocio, no tanto por la plata, sino porque yo quería tomar las riendas de mi vida, o algo así como lo que una desea a los diez años. Tomarme sola el colectivo me parecía un buen comienzo.
Caminamos por Sucre hasta Av. Cabildo y media cuadra más hasta la parada del 59. La ansiedad y los nervios en los que estaba inmersa, hicieron que esa vez, a diferencia de lo que era habitual, no haya matado el tiempo de espera mirando la vidriera de la librería que estaba justo ahí. En cambio, mi atención estaba enteramente ocupada en mirar el semáforo de la esquina, donde paraban mil líneas de colectivo. Cada vez que la luz se ponía verde, renacía la esperanza que entre el malón de bondis, aparezca el verde y amarillo para empezar mi ansiada travesía. Agus se quedó conmigo esperando. Los dos sabíamos que lo que estábamos haciendo estaba mal, pero ninguno estaba dispuesto a perder los beneficios de esa trampa.
Finalmente llegó el 59 a su parada y yo subí, sola por primera vez, el boleto lo pedí sola por primera vez, lo pagué sola por primera vez y con el pecho inflado, sintiendo todos los ojos sobre mí, lo cual seguramente solo haya sido mi imaginación idílica, hice esos diez minutos de viaje en colectivo, sola por primera vez y en silencio por primera vez.
No sé si crecí ese día, pero cuando me bajé del bondi en Luis María Campos yo me sentí una niña realizada, más madura y más independiente. Había viajado sola en colectivo y encima tenía diez pesos en el bolsillo.
EPÍLOGO
Mamá: Si lees esto, gracias por haber confiado en nosotrxs y perdón por manipular la situación para nuestro propio beneficio. Pasados casi veinte años, damos por prescripto el fraude, motivo por el cual no aceptamos reclamos. Te amamos.
Este texto surgió de los Talleres de escritura creativa de Wacho.
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