Por Soledad Konic
Abrí los ojos, y después de unos segundos entre el sueño y la vigilia, respiré hondo para ubicarme. Eran las siete de la mañana. Elegí no despertarlo porque no sabía en qué momento había logrado dormirse, y porque quería que tuviera menos tiempo durante el día para racionalizar lo que había pasado. Elegí irme sola y quedarme con esa sensación de plenitud donde no entran los juicios, ni las expectativas, ni las dudas. Estaba relajada, entregada a la sensación de libertad que me provocó haberlo visto. Algo que para mí, había sido fascinante y peligroso a la vez. Mis pensamientos estaban confundidos, sentía una cosquilla en la panza y las defensas bajas.
Me vestí sin ruido, primero me puse la camisa que tenía una mezcla de olor a pucho y su perfume, luego el pantalón corto, y por último me até el pelo, que estaba duro por la sal. Agarré las ojotas y caminé en patas hasta la puerta. Lo miré y no sabía si me estaba enamorando u obsesionando.
Me saludé en el espejo como para corroborar mi cuerpo y mi mente disociados. Salí despacio, y cerré la puerta.
Mientras caminaba por la calle de vuelta al hotel, el sol me cerraba los ojos presionándome para que recordara los detalles de una noche larga. Los lugares donde habíamos estado se volvían a hacer presentes en mi recorrido como escenas de una película.
Miré para el lado de la playa y la marea estaba totalmente baja, nuestro pedacito de mar había desaparecido. El bar donde nos encontramos estaba sucio y desordenado. Y media cuadra más adelante vi que estaba la cerca donde compartimos el único pucho que me quedaba. Ahí sentados, me dijo que mis ojos estaban verdes, que había tratado de descifrar el color durante toda su vida, pero con las luces del bar, los años, la amistad y mi timidez había sido difícil. Hablaba más lento y tenía el acento brasilero ya un poco pegado. Me contó riéndose que en ese pueblo norteño le decían el Pancho, como le había puesto yo. Empecé a explicarle por qué me costaba mirarlo a los ojos y cuando levante la cara para decirle que lo de Pancho había sido un chiste viejo, me dio un beso. Tenía los labios suaves, como me los imaginaba, y los movía sobre los míos haciéndome de guía.
Llegando a la esquina de la cuadra del bar, vi el caminito tapado de árboles por donde habíamos bajado a la playa. Quisimos tirarnos en la arena para mirar la luna y alejarnos de la música. Charlamos un rato hasta que la marea nos tocó los pies, ya eran las nueve de la noche y empezaba a subir. Nos corrimos un poco para atrás, pero interrumpimos la transición con otro beso que nos dio la idea de ir a su casa. Antes de irnos, me propuso meternos al agua. Yo acepté con miedo y él, burlándose de mis maneras citadinas de asumir la vida, me dijo que todavía faltaban tres horas y media para que la marea subiera del todo. Después de diez años, yo seguía confiando en él.
Nos metimos hasta donde el agua me llegaba al pecho; el mar estaba demasiado tranquilo y predispuesto. Nadamos, flotamos, nos besamos adentro y fuera del agua, y lo hicimos. Él me miraba con placer y ternura mientras yo veía cómo las gotas saladas se deslizaban por la piel oscura de sus hombros firmes. Permanecimos juntos, fundidos con el mar y sin nada más que hablar.
Antes de que la marea nos hiciera nadar varios metros más, salimos y caminamos hasta su casa, frescos como la brisa. Lo único que se escuchaba eran las olas acercándose cada vez más. De a poco nos metimos en su cama. Yo estaba exhausta y, por suerte, me dormí antes de que mi mente pudiera liberar consciente la idea de que estar con mi amigo de toda la vida ya no era una fantasía.
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