La foto


La foto

Abrí el tercer cajón y entre sus calzoncillos, encontré la primera foto que le regalé. Yo estaba en la plaza de mi infancia. Yo era la infancia, con un gorro de lana y los cachetes ardiendo el invierno porteño.

Me acuerdo como si fuera hoy el día que se la di. Era una tarde bastante más caliente que la de la foto. Y mucho más triste. Era el velorio de Papá. Agarré a Matías del brazo, lo llevé al despacho donde mi viejo escribía y revolviendo los recuerdos la encontré. Me la guardé junto con una de sus lapiceras con sus iniciales y nos fuimos, en silencio hasta casa.

Después de humedecerla durante toda la noche, se la regalé y le pedí que la escondiera.

No volví a abrir ese cajón hasta este día. Me sorprendió verla y no pude evitar sonreír y también llorar. Ya habían pasado seis años desde la muerte de mi padre, pero yo lo recordaba todos los días.

A los pocos segundos, giré, por la inercia que dan los años, pero Matías también se había ido. Su parte de la cama estaba totalmente deshecha, no por su cuerpo, sino por su alma que en mis sueños la había desarmado. En ese momento pensé que ya nadie más iba a usar su parte. Que toda la cama era para mí y para él en mis sueños,  y para la foto que era yo, pero me hacía acordar a Papá. Los dos hombres más importantes de mi vida se condensaban en un colchón, una foto y un puñado de sueños.

Más allá estaba la vida y la nada. Estaban la cocina y el café frío y, todavía un poco más allá, la sala con los invitados, el vino amargo y su cuerpo aún tibio. Faltaba todavía media hora o un poco más para que vengan de la funeraria. No importaba, él no se iba a escapar.

Entonces me derramé sobre la cama y dejé que mi cabeza me llevara. Nos fuimos hasta Tandil, hasta las sierras. La mano de Papá era tres veces más grande que la mía y tenía ranuras como hilos que se enganchaban y desembocaban en mi manita. Me llevó así, conectado, lento, hasta lo más alto. Desde arriba se podía ver toda la ciudad. Con uno de sus dedos más grandes me señaló un punto y me preguntó si veía aquella pared azul oscuro. Yo no veía nada más que todo el cielo, pero le mentí. Sentía vergüenza por no poder verla. Era la casa de su infancia. Yo no sabía que él había tenido infancia, que había sido un chico igual que yo.

¿Habrán sido también chicas sus manos? Pensé mientras me tapaba el sol que me encandilaba y que ensombrecía los huecos del colchón.

Me revolví entre las sábanas, con cuidado de no entorpecer su lugar, y me quedé a esperar hasta que mi cara y mi cuerpo volvieran a ser como los de la foto.

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