Julieta abrió los ojos y vio que las pocas estrellas que todavía estaban pegadas en el techo de su cuarto brillaban. Era la forma que tenía de saber que seguía siendo de noche. La música a todo volúmen que venía del piso de abajo la había despertado, podía escuchar la voz de Carole King como si saliera de su almohada. Miró el reloj de la pared, eran las cinco de la mañana.
Frustrada se paró, se puso las pantuflas, salió del cuarto, bajó la escalera y abrió la puerta de la cocina. Del otro lado su mamá cortaba cebollas mientras la música hacía vibrar los electrodomésticos y cacerolas que colgaban de las paredes.
“¿Podés bajar el volúmen?”, gritó, pero su mamá ni se inmutó. Julieta caminó hasta el equipo y lo bajó hasta dejarlo en silencio.
Su mamá por fin notó su presencia. “¿Qué hacés?”, le preguntó.
“Necesito dormir, en dos horas tengo que ir al colegio”.
“Y yo necesito llorar”, le retrucó con tono de súplica.
“Llorá con auriculares”.
“Los perdí”.
“Entonces llorá con el volúmen más bajo”, dijo furiosa y salió dando un portazo.
Julieta subió a su cuarto sabiendo que iba a ser difícil volver a dormirse así que recurrió a su estrategia ansiolítica. Sacó de la biblioteca la caja de DVDs con todas las temporadas de Friends y puso el capítulo de la boda de Ross, cuando se confunde el nombre de su futura esposa y en lugar de decir Emily dice Rachel.
“Ojalá en la vida cada situación, por trágica que sea, estuviera acompañada por risas de actores extras”, reflexionó. Se imaginó entrando nuevamente a la cocina y al ver a su mamá una platea invisible estallaba en carcajadas. “Qué poco doloroso hubiese sido ese momento, como cuando la mamá de Mónica le dice gorda y nadie repara en lo terrible de la escena por las risas del fondo”, pensó.
Julieta se despertó sobresaltada. Las estrellas ya no brillaban y en la pantalla del televisor la palabra DVD rebotaba como pelota de ping pong. “Me quedé dormida”, dijo furiosa en voz alta.
Apurada se puso el uniforme del colegio, apagó la tele, agarró la mochila, salió del cuarto, bajó a la cocina y encontró una fuente repleta de cebollas cortadas en juliana, pero no vio a su mamá. Sin siquiera lavarse los dientes salió de su casa, caminó hasta el subte y viajó parada en el vagón cabeceando hasta llegar a la estación Callao donde se bajó.
Corrió las siete cuadras que la separaban del colegio y apenas entró la celadora le advirtió que si seguía llegando tarde iba a quedarse libre. Prometió que no iba a volver a pasar sabiendo que más temprano que tarde iba a romper su promesa.
Cuando entró al aula la profesora de geografía también le llamó la atención por el horario, pero esta vez Julieta fue indiferente al reclamo y caminó con la cabeza gacha hasta su pupitre. Tomi, su mejor amigo, la saludó desde el otro lado del salón con una sonrisa que ella no devolvió.
En el pizarrón estaban escritas las palabras vientos Zonda, efecto foehn, altas temperaturas, Gilanco, iones positivos y migrañas. Se sintió incapaz de entender que las conectaba y poco a poco fue perdiendo atención en la clase.
“Cabral”, gritó la profesora y Julieta se despertó por tercera vez en la mañana. Se había quedado dormida sobre su hombro izquierdo y su mota de rulos. “Llega tarde y encima se queda dormida”, le recriminó con tono soberbio.
“Dígame tres efectos del Viento Zonda”, la desafió la profesora, pero Julieta se quedó callada. “¿Qué va a decir su mamá si se entera que su hija es una burra? Ella le paga el colegio para que aprenda no para que duerma”.
Julieta sintió que una ira la invadía, empujó su pupitre, se paró, caminó hasta la profesora, puso su cara a menos de un centímetro de la suya y con los dientes apretados le dijo “no hables nunca más de mi mamá”.
El despacho de la celadora era completamente gris, a tono con su ropa. Sobresalían el escritorio marrón y el teléfono verde que seguía siendo a disco.
“No atiende nadie en tu casa. ¿Sabés el teléfono de la oficina de tu papá?”, le preguntó la celadora a Julieta.
“Está de viaje”, respondió con la misma mentira que decía cada vez que una persona desconocida le preguntaba por él.
“¿Y del laburo de tu mamá?”
“Está con papá de viaje”, mintió nuevamente. “Si querés llamá a mi abuela, te dicto el teléfono”.
La abuela era la mamá de su mamá, la única persona que entendía lo que pasaba en su casa. Cuando atendió el llamado supo ser cómplice de las mentiras de su nieta y fingió estar enojada por todo lo que le contaban. Con tono indignado pidió que le pasaran con ella y cuando la tuvo del otro lado solamente le dijo: “te quiero”.
Al mediodía Julieta salió del colegio y se fue con Tomi a recorrer disquerías. Era una rutina que compartían y que a ambos les servía de excusa para demorar la vuelta a sus casas. Él era el único que sabía lo que pasaba en la casa de ella, su familia tampoco era digna de una publicidad, por eso se entendían.
Estaban comparando CDs en la parte del fondo de una disquería sobre Avenida Corrientes cuando escucharon que desde la entrada el vendedor se peleaba a los gritos con una señora. Ella le pedía que le rebajara el precio de un disco porque no tenía suficiente plata y él le insistía con que eso era imposible.
“La gente está loca”, le dijo Tomi a Julieta.
“La gente está del orto”, le contestó ella.
Muertos de intriga por saber cómo seguía la escena, se acercaron ahí.
“Boluda, la mina es igual a tu vieja”, dijo Tomi.
“Ojalá fuese solamente igual”, contestó ella.
“Váyase de acá. La próxima vez vuelva con guita”, gritó el vendedor y a las puteadas la mamá de Julieta se fue del lugar.
“No puedo dejar que se vaya sola así”.
“Te acompaño”, le dijo Tomi.
“No, se va a alterar más. Nos vemos mañana”, Julieta le dio un beso a su amigo y salió.
Como si fuese una detective caminó atrás de su mamá. Se la notaba calmada. Lo cual no era extraño, tenía esa increíble capacidad para saltar de una emoción a la otra sin quedar contaminada por el efecto de la anterior. Aunque estaba rodeada de la multitud de gente que caminaba frenética por la avenida, parecía que estaba sola, se movía ligera, frenaba para mirar vidrieras y cuando llegaba a las esquinas cerraba los ojos y posaba su cara al Sol. A Julieta esos rasgos de inocencia, casi infantiles, que su vieja preservaba le generaban ternura. Le dieron ganas de salir a abrazarla, pero se contuvo. La siguió unas cuadras más hasta que frenó junto a un cochecito donde dormía un bebé que era llevado por una señora con uniforme de mucama. Sin siquiera reparar en ella, se agachó y le acarició el pie al bebé. Julieta sintió celos, sabía que era estúpido sentir eso, pero no lo pudo evitar. Quedó inmovil observándola, hasta que su mamá giró la cabeza y la vio.
Como si hubiesen salido juntas de la disquería y no le generara ninguna sorpresa ver a su hija ahí le dijo “se parece a vos”. Julieta se contuvo para no llorar.
Todavía en cuclillas frente al cochecito, le preguntó “¿querés un helado?” y ella le respondió qué sí.
Caminaron en silencio hasta un Mc Donalds que quedaba a pocos metros. Sin preguntarle a Julieta, su mamá pidió dos sundaes con dulce de leche. Pensó en enojarse por no haberle consultado el gusto del helado, pero por otra parte ella hubiese elegido ese. Sonrío por dentro sabiendo que su mamá la conocía.
Cuando llegó el turno de pagar, el momento tierno se desinfló. “No tengo plata”, dijo su mamá. “Yo tampoco”, dijo ella muerta de vergüenza.
“Devuelvan los helados”, les respondió la cajera.
“A la cuenta de tres corré”, le susurró su mamá.
“¿Qué decís?”
“1, 2, 3” dijo y salió como un rayo del local. Julieta la siguió. Llegaron a la esquina, doblaron a la izquierda y muertas de risa trotaron dos cuadras más hasta desacelerar la marcha.
“El sundae es ideal para correr, no se te vuelca”, dijo su mamá.
“¿Ya hiciste esto?”
“Cuando eras chiquita lo hacíamos siempre. ¿No te acordás?”
“Me acuerdo poco de esa época”.
“Nos divertíamos mucho”.
“Quiero que nos sigamos divirtiendo”, dijo Julieta y esta vez dejó que unas tímidas lágrimas se asomaran por sus ojos.
“Yo también”, respondió su mamá.
Volvieron a su casa caminando, agarradas del brazo, intercalando silencios con el recuerdo de anécdotas que se construían con los puntos de vista de las dos. Esa noche cenaron tarta de cebolla en el sofá viendo El bebé de Rosmary, las películas viejas y de terror eran sus preferidas. Cuando terminó apagaron la tele, subieron la escalera, se despidieron con un beso y cada una se fue a dormir a su cuarto.
Julieta abrió los ojos, vio que las estrellas todavía brillaban, escuchó la voz de Carole King y con una sonrisa dijo “mamá te quiero, pero te voy a matar”.
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