Sin dudas se trató de otro de esos encuentros con la firma del destino. No sabría de qué otra manera explicar estas casualidades o azares de la vida. Yo venía de un día complicado: había intentado por todos los medios salir de Chengdú, la ciudad más importante de la provincia de Sichuan en China, para viajar al Tibet; pero ese día se me había hecho imposible. Me atrasé después de pasar más de una hora intentando cambiar plata en un banco en donde sólo atendían dos cajeros de diez – sí, evidentemente ésto pasa en todo el mundo- y no logré llegar a tiempo al colectivo que tenía que tomar para llegar a Kangding, una de las ciudades más grandes del poco conocido y salvaje oeste chino.
Era lunes si mal no recuerdo y la única opción que me quedó fue buscar un lugar para dormir esa noche que, de ser posible, estuviera cerca de la estación de colectivos así no me volvía a pasar lo mismo. Tuve suerte. En uno de esos mapas molestos que entregan en todos los hoteles una y otra vez encontré la dirección de un lugar a pocas cuadras de Dong TiaMen, la estación de Chengdú. Aproveché que viajo ligero de equipaje y me digné a caminar unas cuadras esperando encontrar el lugar que tenía como nombre FlipFlop Lounge Hostel.
Fue fácil. Eran cinco cuadras derecho por la avenida principal que conectaba la estación con Chunxi Road, la peatonal más grande de toda la ciudad. Creo que en cinco minutos llegué y por suerte encontré un lugar cómodo para pasar esa fría noche en Chengdú – se acercaba el invierno y las temperaturas empezaban a bajar a los casi 4 grados centígrados… Ese día, o las horas que le quedaban al día, no hice literalmente nada. Me senté en un cómodo sillón del lobby, comí un plato de noodles picantes, tomé cerveza y volví a ver algunos capítulos repetidos de la serie How I Met Your Mother. Nada más, y nada menos…
En una de las cortas caminatas que hice entre mi sillón y la recepción del hostel, donde se pedía la comida entre otras cosas, la conocí. Le decían Itchy, y aunque me dijo su nombre real en chino se me hace muy difícil recordarlo. También le podían decir Anna, su apodo en inglés que le servía para relacionarse mejor con los huéspedes del hostel. Ah sí, trabajaba en FlipFlop como recepcionista y además estaba encargada de unos tours nocturnos por la ciudad.
A esa altura mi idea era muy simple: pedir una nueva cerveza, volver a mi cómodo sillón y seguir viendo How I Met Your Mother; no había ningún plan en el mundo que fuera mejor que ese. Bah, no es que no había, simplemente no se había puesto delante de mí. Porque ni bien Itchy me dirigió la palabra todo cambió. Me invitó a participar de su tour nocturno por Chengdú, y aunque mi cuerpo tenía muy pocas ganas de moverse, algo en ella me intrigó y me obligó a aceptar la invitación.
Pensé que no iba a ser el único. Pero después de varios minutos de espera y de terminar mi cerveza, nadie más apareció por la recepción para ser parte de la caminata. Le advertí a Itchy que ya llevaba varios días en la ciudad y que conocía gran parte de los lugares turísticos a los que planeaba llevarme. Por ende, la desafié a buscar una ruta alternativa y hacer algo más interesante.
Éramos ella y yo caminando por las oscuras y misteriosas callejuelas de Chengdú. Sucias, ruidosas y olorosas. Llenas de pequeños locales de comida “sichuanesca” –como se podrían llamar los platos de esa parte de China, extremadamente picantes por cierto- y mercados de fruta barata a punto de cerrar y rematando sus últimos racimos de uva, bananas y alguna que otra manzana. Entre paso y paso fue respondiendo una a una mis preguntas como si yo fuese el que comandaba realmente el “tour” contándome un poco de su vida: había estudiado publicidad, pero después de algunos meses trabajando en una agencia se había dado cuenta de que eso no era lo suyo. Se quejó del mundo publicitario infiriendo que todo lo que se hacía allí era por dinero –como si en los demás lugares no…- y me aseguró que se había propuesto hacer lo imposible para no volver a un lugar así.
Después de varias vueltas llegamos a Anshun Bridge, un pintoresco puente con aires medievales que cruza el histórico río Jin en el centro de Chengdú. La luna ya había tomado posición en el cielo y su reflejo se veía claramente en el agua que corría a nuestro lado. Itchy frenó su paso y después de meditarlo unos segundos me sugirió cruzar el puente e ir al otro lado del río porque “tenía más vida nocturna”. No supe muy bien a qué se refería, era lunes y yo ya había intentado, sin mucho éxito, salir un viernes en Chengdú. La noche de un lunes no podía ser mucho más prometedora. Pero la idea de caminar por la ciudad de noche y con una china como guía era suficientemente tentadora como para negarme.
El puente que cruzamos era antiguo, de estilo algo “chino-medieval” y con un pequeño mirador justo en el medio. Me frené unos segundos y miré a ambos lados. Un viento me atacó por atrás y le dio un pequeño temblor a mi cuerpo transformando toda la situación en una incómoda escena romántica. Por ningún motivo especial, pero simplemente porque mi cabeza estaba en otro lado, intenté esquivar esa situación inesperada avanzando rápidamente hacia el otro lado. Quizás, algo en ella me generaba una loca intriga que no quería matar por intentar hacerme el romántico o arruinar la posibilidad de conocer más sobre esa chica de ojos rasgados que me había invitado a conocer una ciudad que había aparecido en mi recorrido de pura casualidad – era la vía más fácil y cómoda para llegar al Tibet.
Seguimos nuestro rumbo por el otro lado del río Jin hasta que nos topamos con un inmenso y ridículo restaurante llamado Shu Nine Palace. La palabra grande le quedaba chico, y su estilo parecido a un templo le podría generar intriga a cualquier turista que caminara por esas calles. Pero no a Itchy. Ella lo primero que hizo fue pararse enfrente y murmurar unas palabras en chino que no entendí. Después de que le preguntara se digno a traducírmelo: “ésto es del gobierno… gastan plata en estas cosas para demostrar una inversión que realmente no existe. En las escuelas, los hospitales, las calles. No viene nadie a este restaurante, sería mejor que le dieran la plata a la gente que de verdad la necesita…”. Esas palabras combativas fueron el puntapié inicial para que Itchy y yo comenzáramos una larga charla sentados en una de las mesas del jardín del “inmenso y ridículo restaurante del gobierno”.
Otra vez la luna hacía de testigo perfecto, y aunque yo no lo quisiera la situación era romántica por demás. El viento corría de lado a lado y obligaba a que nuestros cuerpos estuvieran cada vez más juntos pero sin tocarse. Sólo unos pocos centímetros nos separaban. Pero una vez más, mi cabeza estaba en otro lado, un lugar mucho más profundo que se centraba en esa china de cuerpo pequeño y voz bajita. Esa intrigante chica que prometía con algunas miradas darme la respuesta a muchas de mis preguntas.
“No salgo mucho… No tengo muchos amigos. No me gustan esas falsas amistades de WeChat [1] que tienen todos. Prefiero tener pocos, pero que sean de corazón, como hermanos. Pero acá en China eso es muy difícil, los jóvenes se fijan mucho en lo superficial y terminan presos de las redes sociales” me respondió cuando ingenuamente le pregunté qué hacía a la noche en una ciudad tan grande como Chengdú. Esa era su actitud, su manera de ser. Toda respuesta era mucho más que eso, era por lo menos una pequeña reflexión “filosófica” sobre el estilo de vida chino y una pequeña crítica a lo que ella consideraba un “modelo cerrado de sociedad”.
Teniendo semejante oportunidad frente a mí aproveché y decidí exprimirla al máximo para sacarme todo tipo de dudas sobre la vida en China y, por lo menos, tener la respuesta de una persona para mí excesivamente intrigante. “Mis papas quieren que me case ya. No entienden que una persona se pueda enamorar de alguien. Ellos creen que los jóvenes no tenemos que elegir con quién queremos estar sino buscar a alguien que nos convenga,” deslizó algo irritada mientras jugaba con una de las pulseras de su mano izquierda. “Ya me organizaron tres citas con tres estúpidos. No eran personas, eran robots. Pero como tenían buenos trabajos y les iba bien económicamente mis papas consideraban que eran buenos para mí… Pero lo único que hacían era mostrarme lo importantes que eran, no me hicieron reír ni una vez,” se quejó cuando le pregunté sobre si alguna vez le habían ofrecido casarse con alguien.
En esa charla me comentó también que uno, el último con el que había salido, la había hecho darse cuenta de que ella quería estar con alguien que la entienda, a quien le gusten las mismas cosas que a ella, que comparta sus mismos intereses y que la respete. “Cuando íbamos caminando al restaurante, pasamos por un centro de cuidados de enfermos de sida. Yo había trabajado de voluntaria ahí unos meses, así que era un lugar que me traía recuerdos lindos y tristes a la vez. Pero no llegué a decírselo porque a los pocos segundos de pasarlo me comentó que le parecía estúpido que se gaste plata en gente que ya ‘estaba muerta’. Sentí odio… a partir de ahí sólo le respondí con monosílabos y en menos de media hora me volví a mi casa sola y llorando,” me confesó después de contarme que durante mucho tiempo se había dedicado a hacer voluntariados en distintos lugares, pero que sus papas no querían que “desperdiciara” el tiempo ayudando a los demás sino que pensara en su carrera personal. “Durante seis meses fui maestra voluntaria en la montaña, cerca del Tibet. Fue lo más lindo que me pasó y conocí a la mejor gente del mundo. Pobres de plata pero ricos de corazón… Pero tuve que dejarlo porque me tomaba mucho tiempo y mis papas no estaban muy contentos. Me arrepiento, pero se me hace muy difícil hacer algo que ellos no quieran”.
La charla se puso un poco más tensa cuando le pregunté por el gobierno y qué pensaba ella de la política en China. Su cara se transformó: esa chica tierna y algo tímida que me contaba con tristeza cómo su familia quería que se casara con un cualquiera que fuera conveniente ahora tenía los ojos endemoniados, furiosos. Su boca se lleno de saliva y en pocos segundos escupió un duro discurso anti-político en el que me explicó que era muy difícil ser joven hoy en día en China. “Vemos todo. Tenemos internet, así que sabemos todo lo que pasa a nuestro alrededor. Pero ellos no quieren que lo sepamos. Intentan bloquearnos las oportunidades; quieren que les creamos todas sus mentiras y están dispuestos a hacer cualquier cosa para eso… No nos dejan entrar a paginas como Facebook, YouTube, Google. Y creen que de esa manera pueden silenciarnos y enceguecernos” empezó criticando Itchy. “Acá uno no puede elegir qué hacer de su vida, es muy difícil. Y si elegís te tenés que contentar con muy poco, porque está todo arreglado para que unos pocos se lleven todo y vos los respetes y te calles la boca. No existen las quejas; si el gobierno lo dice es palabra santa. No se puede discutir y nadie se anima a exigir un cambio. Es muy frustrante para los jóvenes que queremos algo nuevo y diferente” se descargó.
“¿Vos vas al Tibet ahora no?” me preguntó interrumpiendo su discurso anti-político. “Bueno, ahí es igual. ¿Te crees que el Dalai Lama es bueno? Mató a miles de personas, miles de inocentes con tal de mostrar su punto. Un punto que por más que sea justo, no tiene porque terminar en muerte. Y después anda por el mundo hablando de la paz y exigiendo libertades que él no respeta,” me explicó mientras movía su mano y ponía cara de indignación. Pero en pocos segundos, después de un largo silencio incómodo que yo no me animé a cortar, sus ojos se pusieron brillosos. No había lágrimas, pero se notaba que en cualquier momento algo podía pasar. Prefirió no mostrar esa faceta, quizás no era el lugar ni el momento, y se volvió a acomodar en su pequeña silla. Respiró profundo y sin mucho más preámbulo me contó que a su mejor amiga la mataron en el Tibet, en el famoso 3•14 Riots del 2008 que terminó con la muerte de 18 inocentes. “¿Todavía pensás que son realmente víctimas?” me preguntó.
No supe cómo reaccionar. Si en algún momento la noche había tenido espíritu romántico, ahora había cambiado totalmente de curso y se dirigía a un lugar triste y depresivo del que no quería ser parte. Aproveché que el viento se había levantado y que la temperatura había bajado varios grados para invitarla a comer a algún lugar y, de paso, cambiar el aire de la charla. Aceptó, con la promesa de mostrarme un buen lugar de comida china y hacerme probar algún clásico de Chengdú –picante, obvio.
Caminamos nuevamente por el costado del río Jin pero esta vez en la dirección contraria, volviendo al lugar donde empezó todo.
Llegamos a un pequeño y sucio puestito entre dos callejones cerca del hostel donde yo estaba viviendo. Nos sentamos en el cordón de la vereda y sin preguntarme ordenó dos platos diferentes. Me pidió que confíe en ella. No me quedó otra opción, y preparé mi paladar y estómago para lo que vendría: una olla enorme de sopa con “millones” de picantes rojos. Alrededor, platos de carne cruda y vegetales. El famoso “hot-pot” chino. Pusimos la comida cruda en la olla y esperamos a que se cocine mientras tomábamos una cerveza Tsingtao. Del parlante del lugar salió el hit del momento en china, “Mi pequeña manzana” de los Chopstick Brothers. Me reí, creo que no hay canción más pegadiza que esa –una especie de CANCION DEL KOREANO- y ella me tradujo la letra para que la entendiera. El clima, por suerte, ahora había cambiado totalmente. Todo podía llevar a una sonrisa o carcajada de Itchy: desde mi poca práctica con los palitos chinos hasta mis caras cuando los picantes tocaban mi paladar.
Terminamos la comida y caminamos las pocas cuadras que faltaban hasta el hostel. Su timidez se había ido. Su cara endemoniada, por suerte, también. Sus ojos brillaban pero no había ningún signo de lágrimas alrededor. Su sonrisa se juntaba con risas y chistes sobre mi poca tolerancia al picante. Ahora estaba feliz. Itchy sabía que no iba a cambiar el mundo, pero que esa noche, quizás, si se lo cambió a un argentino que se le cruzó en el camino de pura casualidad.
[1] WeChat es la red social más utilizada en China y mezcla de manera perfecta la utilidad de Whatsapp y Facebook.
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