Hablemos de los abusos sexuales a hombres


La primera vez que mi hermano me contó sobre el abuso que sufrió cuando tenía 10 años estábamos en la casa de mis viejos. Era abril del 2020 y los dos nos habíamos mudado ahí para pasar la cuarentena juntos.

Yo ya sabía que él había tenido una situación confusa con un cura que había sido su tutor en el colegio, pero nunca me lo había contado como lo que realmente fue.

Además de ser mi hermano, Pablo es mi amigo, por eso es común que entre nosotros no existan secretos. Él es el primero en enterarse de todo lo que me pasa y lo mismo al revés.

Pablo y yo de chicos.
Pablo y yo de chicos.

Los días de encierro juntos nos permitieron tener charlas muy profundas en las que logró dimensionar lo que realmente le había pasado. Durante mucho tiempo quiso creer que lo había inventando o que en el peor de los casos no había sido tan grave.

Ninguno de sus amigos le había contado algo similar con este sacerdote, lo cual alimentaba la idea de que quizás todo había sido un mal sueño.

Acompañándolo en el proceso que le llevó decodificar esa terrible experiencia, pude entender que las víctimas de abuso en la infancia necesitan del paso del tiempo para comprender lo que realmente les pasó.

Muchas veces creemos que el abuso sexual implica únicamente el acceso carnal. Eso no es así, cualquier experiencia sexual que una persona viva sin su consentimiento es abuso. Cuando esto se da en la infancia el agravante es peor porque la víctima ni siquiera tiene consciencia de lo que está viviendo. Esto hace que muchas veces al crecer terminen minimizando sus propias experiencias y crean que eso solo les pasó a ellos y que por lo tanto nadie los va a entender.

Eso le pasó a mi hermano hasta que conoció a otra víctima, su mejor amigo.

Pablo y Gonzalo entraron al Colegio del Salvador cuando tenían 4 años. Cursaron juntos hasta quinto año de secundaria y aún hoy se siguen viendo todas las semanas.

Si bien nuestras familias no son íntimas amigas, compartimos veranos, fines de semana, navidades, campeonatos de fútbol y un sin fin de cosas.

Un día de ese raro año 2020, Gonzalo y Pablo se juntaron a hablar como tantas veces lo habían hecho antes. En uno de esos silencios que se generan cuando dos amigos se encuentran, Gon le contó a mi hermano uno de sus mayores secretos: también había sufrido un abuso por parte del sacerdote César Fretes.

Cuando mi hermano escuchó la historia tuvo un sinfín de sensaciones mezcladas. Por un lado la tristeza de saber que a su mejor amigo le había pasado algo tan horrible y por el otro la alegría de saber que nadie como él lo iba a entender.

Habían pasado 18 años y, aunque son íntimos amigos, por primera vez pudieron compartir entre ellos lo que les había pasado.

Después de varias charlas y un largo proceso de reflexión, tomaron la decisión de hacerlo público. Estaban seguros de que era imposible que fueran las únicas víctimas.

No se equivocaron. Cuando su caso llegó a los medios, varios ex alumnos empezaron a tomar consciencia sobre los abusos que sufrieron con el mismo cura.

En estas dos semanas, a mi hermano y Gon les llegaron decenas de mensajes de chicos, ahora hombres, contando episodios que van desde el año 1997 hasta el 2003.

 

Nota publicada en Infobae a raíz del testimonio de Pablo y Gonzalo.
Nota publicada en Infobae a raíz del testimonio de Pablo y Gonzalo.

 

Nota publicada en Télam a raíz del testimonio de Pablo y Gonzalo.
Nota publicada en Télam a raíz del testimonio de Pablo y Gonzalo.

Todos les agradecen el haber hecho públicos sus testimonios y muchos resaltan que a partir de escucharlos se animaron a hablar con sus familias y amigos. Otros, por el contrario, destacan su valentía, pero dicen que no se sienten preparados para contarle a su círculo íntimo lo que les pasó. Es decir, siguen sufriendo en soledad.

Escuchar esto es desgarrador porque no son ellos los que tienen que tener vergüenza y sin embargo la tienen.

Los motivos por los cuáles esto pasa son infinitos. Entre ellos el miedo a pensar que nadie te crea, la culpa de no haberle puesto un freno al abusador, la vergüenza de creer que por algo que hiciste el abusador te eligió a vos, el miedo a que se cuestione tu propia masculinidad, un profundo sentimiento de soledad e incomprensión y, en mi opinión lo peor de todo, creer que el entorno lo avaló.

En este caso puntual, esto último sucedió. En el año 2001, es decir un año antes de que mi hermano y sus amigos sufrieran abusos, un ex alumno que vivió un intento de abuso alertó al rector del colegio, pero este desestimó su testimonio. Recién en el año 2003, cuando tres familias se acercaron al colegio para decir que a sus hijos también les había pasado esto, las autoridades de ese entonces decidieron trasladar al pedófilo a un convento que los jesuitas tienen en la Ciudad de Mendoza.

En la foto aparecemos yo y el abusador de mi hermano César Fretes, quien era un sacerdote muy querido en el Colegio del Salvador.
En la foto aparecemos yo y el abusador de mi hermano César Fretes, quien era un sacerdote muy querido en el Colegio del Salvador.

Cuando el caso salió en los medios, me llegaron infinitos mensajes de personas solidarizándose y resaltando su sorpresa al enterarse de que tantos hombres habían sufrido abusos sexuales en un colegio que históricamente se caracterizó por fomentar valores.

Creo que uno de los actos más valientes que hicieron mi hermano, Gon y el resto de los chicos que a partir de su testimonio se animaron a hablar es haber mostrado que a los hombres también nos puede pasar.

Hace unos días, la mamá de una de las víctimas dijo “Siempre vivía preocupada por mi hija, pero no se me cruzaba por la cabeza que en la clase de mi hijo estuviera ocurriendo eso”.

Es así, los hombres también podemos ser víctimas de abuso y esto se puede dar en lugares y con personas en las que uno confía.

No hay que aterrorizarse ni sentir un absoluto sentimiento de desprotección, pero si hay que empezar a hablar. Tenemos que generar espacios que permitan la apertura y eviten la vergüenza.

Si una persona que pasó por una situación así escucha chistes ofensivos o insultos es difícil que sienta la confianza para contar su experiencia.

No hablo de vivir censurándonos, pero si de practicar la empatía.

También hay que sacarse el prejuicio de que las víctimas de abuso están condenadas a la infelicidad. Esto puede aparecer cuando a la persona se la revictimiza, acusándola de mentir, dejándola sola, exponiéndola sin su consentimiento o atacándola por animarse a hablar.

Si algo aprendí en estos años de acompañar a mi hermano, y ahora a sus amigos, es que una víctima de abuso puede tener una vida muy plena y feliz, como cualquier otra persona que haya pasado por una situación traumática.

Por eso insisto en la importancia de hablar del tema y no tener vergüenza. Nadie tiene la culpa de que le haya pasado algo así.

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