Frígida


Por Martina Vidret

Llegué al ginecólogo toda mojada. Había diez personas esperando y me dio vergüenza agarrar una revista. Mirá si con mis dedos chivados les arruinaba la cara a Wanda Nara, a Pampita o a cualquiera de esas. Desde que vengo están los mismos números. Las Para Ti de junio a diciembre del 97, tres ediciones de la Revista Gente y un suplemento de cosmetología que sugería ponerse barro del jardín en la cara antes de dormir. Después de un rato, agarré la que había dejado a la mitad el turno anterior y retomé la lectura.

Me sabía todo. Sus vidas, sus millones de hijos, sus vacaciones en bikini. Me atraía el morbo de perseguir a alguien a la distancia, saber de su vida sin que ellas sepan. Una stalker medida, autorizada por los medios. Era Hércules Poirot de los 2000 y Clase B. Llegando a los veinte me empecé a sentir mal. La adolescencia me había dejado el acné, la piel grasosa y problemas hormonales, y las revistas me ilusionaban con veranos sin estrías en la playa de Marbella. Abandonar esos primeros chapes donde todo es lengua para casarme con Benjamín Vicuña y parir en la mitad de un programa de Marley. Los famosos no saben lo que es perder el tiempo.

Cuando me llamaron, cerré el casamiento de Tinelli con Paula Robles y entré. No me saludó con un beso. ¿Tendré olor? Intenté disimuladamente husmear mi axila. El desodorante pedorro seguía funcionando. Revisó mi ficha, y empezó la conversación de siempre.

– ¿Tuviste ya relaciones sexuales?

Mire mi cara de virgen, pensé, y le respondí que no.

Anotó sin decir nada. Mi ginecóloga anterior habría hecho algún comentario irónico y cargado de prejuicios. Agradecí en silencio que este haya optado por callarse. Una vez los dos con bata puesta, continuó con los estudios superficiales, esos que solo necesitan el dedo. Sin avisar arrancó con herramientas. No respiré durante un rato largo. Cerré los ojos.

El hombre no para de inventar máquinas para matarnos de a partes.

El doctor me daba charla, que el laburo, que la familia, que no puede ser que haga este calor en noviembre. No le importó mi silencio, ni la tensión que mostraba mi cuerpo. Debía estar acostumbrado al monólogo entre estudios. Terminó y el mundo volvió a ser ese donde mi vagina no le interesaba a nadie.

Había veces en las que soñaba que me pasaban un palito. Como un escarbadientes. Me levantaba antes de acabar. Después de la cuarta vez dejé de comprar objetos pinchudos. A la cabeza hay que escucharla, pero nunca darle lo que quiere. “Mantener limpia la chimenea por si vienen invitados”, decía mi vieja.

Un compañero de la Facultad una vez me dijo si quería ir a un telo. Así, sin rodeos. Salíamos de rendir un parcial largo y quería descargar. “Hoy no”, le dije. Otra manera de decir “Nunca”. Era más elegante, como si en algún lugar lo estuviese dejando enganchado. Enganchado de dónde, me pregunto hoy. Ni que fuera mi amigo, alguien con quien compartía más de cuatro horas semanales de cursada en un aula en donde ni siquiera te ves la espalda. La semana siguiente, cuando nos dieron las notas lo miré, esperando a que terminara la clase y volviera con la oferta. Pero no me habló más. Cuando caminaba por la calle de los telos fantaseaba con que iba a aparecer en una esquina y lo iba a poder arrastrar a una habitación sin decir nada. Me calentaba pasar por esas puertas que chorreaban grasa por todos lados y pensar en él. “Otro día”, me mentía siempre.

Saliendo del médico me fue fácil encontrar mis errores de otros años, pensar que en ese momento particular no podía por razones que respondían a contextos igual de particulares. Llegué a mi casa y en el ascensor había un tipo. Lo miré, no me miró, le sonreí, no me sonrió. Se bajó. Ya no sabía si estaba húmeda por chivar, por calentarme con dos varones y un recuerdo en dos horas o por bañarme a la mañana sin secarme el pelo.

Pedí helado. Busqué en YouTube videos de Shakira y Piqué. Eran más que farándula, no me daban culpa. Gente talentosa, admirable, no solo ricos con plata. Estuve hasta la noche haciendo zapping de gente famosa de los noventa en adelante. Me quedé dormida con una canción de Madonna. En el video aparecía un león en pleno Venecia. Entre sueños me reí de lo poco creíble que era y de lo poco que importaba.

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