Por Sebastián Alonso
Juan se sentó contra la ventana. Así pasaba sus días y sus noches, pero esa parecía ser la última. El día empezaba a dibujar las primeras estelas naranjas en el cielo, anunciando una noche entreverada y tormentosa. Juan observaba cómo las hojas, aquellos resabios del otoño, se levantaban del suelo por el viento. El (creía que era él todavía) se posaba y miraba la vereda, la casa del frente, ladrillo hueco a la vista y chapa, como su casa, como todas las casas del barrio en aquel pedacito de fondo en La Matanza, donde el olor nauseabundo de las fábricas enfermaba los pulmones. Pensaba que si la lluvia caía fuerte, a pesar de ya no oírlo, esa noche no podría dormir por el ruido que haría el chaparrón contra la chapa.
Observaba los perros cachusos de la calle, que también eran de todos, y reconocía a su favorito, al Ernesto, que siempre lo acompañaba hasta la parada del colectivo y le chumbaba a quien osara decirle algo. Entre tanto mirar, Juan se encontró con el reflejo de sus ojos y allí se quedó. Corrió su cabello, largo ya, para mirarse mejor. Se tocó la frente y escurrió esa caricia hacia su mejilla derecha posando sus dedos sobre su cicatriz. Aquel recuerdo imborrable de las épocas de escuela donde maricón era su nombre y su apellido, donde casi le sacan los ojos a navajazos y adonde no decidió volver nunca más a pesar de la insistencia de su madre. Hacía tantos días que casi no salía de la casa y sabía que a mamá le preocupaba eso. Esa cicatriz, ese cuerpo con el que cargaba, alto como los árboles sin hojas que se veían por la ventana, la piel reseca y llena de historias, y ese pelo… Tomó un cepillo y empezó a peinarlo, a sacarle el propio brillo negro azabache que arrastraban las mujeres de su familia de generación en generación, aquellas que habían caminado el sur boliviano para venir a buscar un pedazo de esperanza quién sabe adonde. Peinaba su cabello y se imaginaba unas trenzas largas, con flores del jazmín como tocado. Miraba su reflejo y con su dedo pintaba sus labios y pasaba su palma por sus pómulos hinchados como si estuviera dándoles color. Una lágrima caía. Juan cargaba el peso de su cuerpo como si fuera una piedra pesada, una piedra que había comenzado siendo una bolita y terminó siendo más grande que él. Cada gramo de arena, de cal, de cemento sobre su espalda era un amasado perverso de cada uno de sus hermanos, todos varones, de sus compañeras y compañeros de la querida escuela pública, de las maestras ausentes, de su barrio conglomerado para verlo deformarse con los años, del fantasma de su padre, de sus tías que no dejaban de ir a la iglesia y le decían que se corte el pelo, que casi que se parecía a la tía Tita, la tía de la que no se hablaba por el pecado de ser puta y con el que castigaban a Juan por el pecado de la feminidad en su cuerpo. Él lloraba y peinaba su cabello. Tal vez un día, podría irse con la tía Tita, la única que lo miró a los ojos cuando era un niño y le dijo “Juancito, florcita hermosa, te merecés todo el amor del mundo”. Las viejas de la familia hubiesen dicho que le había lanzado la maldición que también caía sobre ella misma, pero Juan siempre supo que esas palabras eran la bendición que lo sacaría de toda oscuridad.
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