Jueves 12 de marzo, 2:45 am
Venía desconectado hace un largo tiempo. La frivolidad de internet lo había llevado a alejarse de muchas cosas, entre ellas de muchos amigos y conocidos que si no hubiera sido en su momento por las redes sociales hubiera abandonado hace años. Eran exactamente, según sus cálculos, 135 días. Una eternidad para el mundo en el que vivimos. Una eternidad para no saber cómo fueron las vacaciones de Ignacio en el Sudeste Asiático o si Jimena y Gonzalo seguían juntos después de tres años de noviazgo. Una eternidad para revisar sus notificaciones y las solicitudes de amistad.
Esa noche la soledad le había pegado bien hondo en el pecho. No era la primera vez que le pasaba en este último tiempo, pero algo del vino ácido que había descorchado hace unas horas lo había llevado a su costado más nostálgico. Al de los recuerdos y la melancolía. Todavía con unos últimos tragos en su copa, decidió que era tiempo de meterse en la vida de los otros como lo solía hacer hace un tiempo cuando todavía tenía razones para sonreír y compartir detalles de su vida con “otros”.
Buscó su computadora en el cuarto, volvió al living y se sentó en el sillón de dos cuerpos que decoraba su “living minimalista” -le gustaba llamarlo así porque creía que le daba un toque de snobismo a su casa, aunque muy por dentro sabía que era lo único que quedaba de aquella relación de la que mucho no quería hablar. La puso sobre sus piernas, estiró el cuello de lado a lado y abrió el Chrome. Google le recordaba sus últimas pestañas abiertas: Mercado Libre que fue donde se deshizo de la televisión que habían comprado juntos, Banco Santander donde revisaban sus cuentas en conjunto y ZonaProp donde seguramente ella haya buscado su nueva casa antes de dejarlo. Cerró bien fuerte la pantalla y suspiró con fuerza levantando la cabeza. El techo blanco fue el único testigo de la gota que salió de su ojo izquierdo.
No era momento de acobardarse. Ya lo había hecho los últimos 135 días. Había evitado todo lo que la recordase a ella: había regalado el microondas donde todas la mañanas calentaba su café, evitaba caminar la esquina de Azcuénaga y Juncal donde se habían visto por primera vez -por más que muchas veces esa era la mejor manera para llegar a lo de sus viejos-, cambió la marca de shampoo que le dejaba su pelo suave porque era el que ella le había recomendado y, por supuesto, había dejado de prender su computadora porque fue donde la vio la última vez antes de que lo dejara. Pero hoy era diferente. El vino había logrado su mágico efecto y nada podía hacerlo volver atrás.
Volvió a abrir la computadora, le dio click al botón del Google Chrome y sin siquiera mirar las pestañas recomendadas se metió bien rápido en Facebook. Más de 99 notificaciones lo atacaban sin razón alguna. Revisó un poco la actividad de sus “amigos” en el último tiempo y descubrió que el Sudeste Asiático no era lo que creía a pesar de que había escuchado muchos cuentos sobre ese lugar paradisíaco en Asia. Santiago y Jimena seguían juntos, aunque era claro por muchas de las fotos que no iban a durar mucho más. Y el perro de Gonzalo ya no era un cachorro sino un gigante de cuatro patas que se podía devorar un asado completo solo.
Se tentó en poner su nombre y ver qué había sido de su vida. Si había encontrado otro, o peor aún, si lo había dejado por otro. Esa noche no había habido una explicación; solo un bolso, un beso en la mejilla y varias lágrimas derramadas. De él. Pero se contuvo, sabía que solo era para peor. Aunque su cabeza no podía dejar de imaginar posibles escenarios donde ella disfrutaba de unas vacaciones en las playas de Rio con Luis, el “compañero” de trabajo del que siempre le hablaba, o de su nueva casa con un microondas más moderno para calentar café y una televisión de 52 pulgadas para ver series en Netflix. Todo lo que aparecía en su cabeza no hacía más que llenarlo de bronca y dolor. Hasta que por fin el “cuatro solicitudes de amistad” de Facebook cumplió con su deber y lo aisló de esos sentimientos.
“¿Quién carajo puede querer ser mi amigo en esta mierda?”, pensó mientras fondeaba de un trago lo último que quedaba en la copa de vino. Hizo click y miró una por una las solicitudes. El primero era Juan, su amigo de toda la vida, pero que ahora había decidido hacerse un nuevo Facebook para demostrar sus ideales políticos y revolucionarios. Sí, ahora se llamaba Comandante Marcos y en su foto de perfil se lo podía ver con una musculosa negra en la tumba del Che en Cuba. El segundo era el de un local de comida de Palermo a donde había ido alguna vez con ella y dejó sus datos. “Qué boludo”, dijo en voz alta mientras se juraba nunca más anotarse en las listas de los negocios con sus datos verdaderos. Hasta que llegó el turno de la tercera amistad: Agustina Flores, una rubia de ojos algo achinados que posaba mirando con nostalgia la tapa de un libro de Haruki Murakami. La miró detenidamente para intentar entender quién era y porqué lo había buscado. Pensó un tiempo hasta que sus neuronas conectaron; era una vieja compañera de facultad con la que había cursado algunas materias por lo menos seis años atrás. Había abandonado la carrera de periodismo en primer año porque decidió que no era para ella y que quería vivir una experiencia fuera de Argentina. Según sus fotos, y por lo que pudo stalkear en quince minutos, vivió en todo el mundo -tuvo un primer paso por Sudamérica, después viajó a Australia a hacer la clásica experiencia de trabajo y en su perfil se podían ver también varias fotos de India y el Medio Oriente; suficiente para que ese botón de “aceptar amistad” se apretara con confianza.
Jugó un rato al investigador privado para saber un poco más de ella y dilucidar porque después de tanto tiempo lo había buscado en Facebook. Su cabeza hizo juegos de memoria para encontrar alguna excusa, y recordó que durante algunas clases de Taller de Redacción 1 habían tenido charlas interesantes sobre el presente político de Latinoamérica, la actualidad de Venezuela con Chávez como presidente y el futuro de la región con el nuevo “neo-populismo” que creían admirar. Claro, el tiempo había pasado y esas charlas habían quedado en el olvido no solo por los años sino también por los cambios. Entonces, volvió a preguntarse qué podría interesarle de él a su nueva amiga de las redes sociales. Apagó la computadora y decidió que era hora de volver a dormir. Era tarde, ya no quedaba vino por tomar y su living minimalista se había vuelto algo así como un prisión para su mente dispersa.
Viernes 13 de marzo, 10 am
El sonido del despertador le taladró la cabeza sin aviso. La rutina le pesaba como nunca. Ducha, café sin leche ni azúcar, bicicleta directo al trabajo y su continua sumisión a un lugar que día a día lo obligaba a preguntarse qué había hecho mal en su vida. Mientras tipeaba una gacetilla de prensa de un laboratorio que anunciaba el descubrimiento de un nuevo fármaco, que en realidad era lo mismo que el Paracetamol pero con otro nombre y menos marketing, se acordó de la “famosa” Agustina Flores. ¿Qué sería de su vida? ¿Seguiría dando vueltas por el mundo? ¿Habría podido conocer todos esos lugares de los que habían hablado en las clases de Redacción? Mientras imaginaba sus respuestas y un sinfín de historias interesantes por escuchar, recibió un nuevo pedido de su jefe. “Franco, apurate con eso que en 15’ se lo tenemos que mandar a los del laboratorio. Y acordate que antes de irte tenés que tener listo lo Sherbatsky y Asociados, no me hagas quedar mal que es una de nuestras mejores cuentas”, le dijo en tono demandante y de pocos amigos. No atinó a responder, solo a seguir escribiendo porqué todos deberían comprar FlexiDolor para olvidar los problemas.
Mientras le daba al teclado comenzó a pensar en cuán bien le haría un FlexiDolor a él para olvidar todo lo que le había pasado en los últimos meses. Qué bueno sería un remedio que acabase con los corazones rotos, las despedidas impensadas y los departamentos vacíos. Se recostó sobre la silla hasta hacerla rechinar, miró su celular y decidió que era hora de empezar a dejar un poco todo atrás. Buscó en la aplicación de Messenger su nueva amiga virtual y escribió un simple: “Hola Agus, tanto tiempo! Qué es de tu vida?”. Volvió la silla a su lugar, y siguió la gacetilla esperando encontrar ese remedio que le sacara su espina.
Viernes 13 de marzo, 18 pm
Gacetilla de FlexiDolor lista. Sherbatsky y Asociados, lista. Fin de semana casi empezado y su cabeza no podía dejar de pensar en los “no planes” que lo esperaban: terminar Breaking Bad que por fin se había dignado a mirar después de que por años todos le hablaran de “la mejor serie del mundo”, ir a comer el sábado al mediodía a lo de sus viejos e ir a la cancha con Nacho y Santiago a ver a River; el único ritual que no había podido dejar aunque muchas veces le recordara a ella -habían ido dos o tres noches de copa al Monumental porque le había dicho que era uno de sus sueños; aunque hasta el día de hoy duda que haya sido cierto.
Mientras rodeaba algunas callecitas de adoquines de Palermo con su bici y escuchaba su lista de Spotify “Vuelta a casa”, sintió una pequeña vibración en su bolsillo que no era normal. Se detuvo en la esquina de El Salvador y Bonpland, abrió su celular y recibió una notificación que esa altura lo hizo saltar de su playera semi-destartalada: “Hey Fran, sí tanto tiempo! Yo ando en Buenos Aires por un tiempo, estuve viviendo en Barcelona dos años y vine de ‘vacaciones’. Ahora estoy parando en lo de una amiga por Recoleta, si no tenés planes estos días chiflame. En el viaje me acordé mucho de nuestras charlas en la facu jaja”. Su corazón empezó a latir fuerte. Muy fuerte. La emoción, los nervios, la adrenalina; todo se hizo presente en ese musculito dos por dos que no paraba de bombear sangre a lo loco. Pensó en responderle en ese mismo momento, pero recordó lo que siempre le decía Santiago; “hay que hacerlas esperar un poco, eso las hace desear un poco más…”.
Faltaban un par de cuadras para llegar a su pequeño departamento de Agüero y Juncal, pero la ansiedad y las ganas le ganaron. Mirando al cielo un segundo le pidió perdón a Santiago y se dignó a responderle a Agus a tiempo. “Qué buena onda Barcelona, siempre quise vivir allá. Pero bueno, me hice un esclave más del sistema jaja (minutos después se dio cuenta de lo boluda que había sido esa frase). Yo vivo por Recoleta también, y la verdad que este finde no tenía mucho planeado. Si querés mañana podemos ir a tomar una birra, hay un bar nuevo por acá que está bueno. Avisame y arreglamos!”.
Subió la bici al cuarto piso como todos los días, pero esta vez con una energía que muy pocas veces había tenido. La dejó en el pasillo, se tiró en el sillón de su living minimalista con una cerveza en la mano y puso su vinilo preferido: Transformer de Lou Reed, mientras miraba el techo imaginando un cielo estrellado.
Sábado 14 de marzo, 17 pm
La cuarta de Breaking Bad estaba en su clímax. La relación de Walter y Jesse era tirante, el personaje de Saul Goodman empezaba a tener cada vez más protagonismo y la figura de Heisenberg empezaba a sonar fuerte en la DEA. Momento perfecto para maratonear sin pensar mucho y dejar que el “capítulo siguiente automático de Netflix” hiciera su magia. Franco no sabía si Agustina le iba a escribir, tampoco sabía si él era el que tenía que hacerlo. Llamarlo a Santiago para preguntarle iba a tener la respuesta que él menos hubiera querido, y dejarlo al azar podía ser peligroso. Desde que ella lo había dejado, su “talento” se había oxidado y no era más que un barco estancado esperando por un rescate silencioso. Pero a veces, el ruido inesperado puede levantar hasta al más dormido…
(Su celular empezó a vibrar en su pierna y el sonido de un nuevo mensaje lo alertó)
“Qué onda las birras de hoy? Yo me libero tipo 11 porque voy a cenar a lo de una amiga, pero estoy con ganas de salir a algún lado y me intrigó mucho lo del bar nuevo jaja”, preguntó Agus en Facebook. Esta vez él no dudó un segundo, sus dedos se movieron sin titubear, y la respuesta se hizo carne en simple palabras. “Sí, obvio. Te espero en la esquina de Juncal y Uriburu, es una cuadra pero caminamos desde ahí”. Escribió eso y cerró los ojos. Por primera vez en mucho tiempo había sentido que un peso grande y fuerte en su espalda se había ido. No sabía porqué, pero se sentía liberado y eso le dibujaba una sonrisa en su cara algo extraña pero por demás gratificante.
Sábado 10:45 pm.
Había llegado 15 minutos antes, y eso que había tardado un buen tiempo en decidir que ponerse: chupín negro, remera blanca y campera de jean. Sentía que ese toque clásico pero algo rebelde podía hacerlo sobresalir con alguien que no veía hace mucho.
Los minutos se le hacían eternos y su experiencia, algo oxidada para situaciones como estas, le hacían creer que quizás iba a quedarse plantado en esa esquina de Juncal y Uriburu que tantas veces lo había visto cruzar cabizbajo y con mirada triste. Pero cuando el reloj de su celular lo invitaba autoboicotearse, una rubia de no más de 1,65 metros se le acercó y sin preámbulo ni timidez le encajó un beso en la mejilla y un caluroso abrazo. Fueron solo segundos, donde claramente él no supo cómo reaccionar, pero se sintieron como horas.
Caminaron hasta llegar a Azcuénaga y Juncal, a la puerta de una cervecería artesanal diminuta con una barra en la parte de atrás. Sí era esa misma esquina que tanto había querido evitar en el pasado, pero por esas cosas del destino terminó siendo la de un nuevo encuentro.
Se sentaron, él buscó dos Ipas frías y empezaron a ponerse al día. Sus viajes por el mundo y su año y medio viviendo en Bali, su carrera frustrada y su sueño de ser escritora. Franco la miraba fascinado, no solo se encandilaba con lo linda que era y su sonrisa hipnótica, sino que también disfrutaba cada segundo de las anécdotas que se dibujaban entre campos de arroz, templos hinduistas y viajes en moto. La miraba ansiado de escuchar más e imaginándose, de alguna manera, siendo protagonista de alguna de esas historias.
Él no tenía mucho que acotar, pero intentaba sostener la charla con preguntas, comentarios y alguna anécdota semi-inventada de sus noches porteñas. Si el periodismo algo le había dado era el don del habla y sabía cómo aprovecharlo. Ella seguía con historias de su voluntariado en el sur de África, su encuentro con un león cara a cara en la savana de Tanzania y de la noche que se fue de tapas con Manu Chao en Barcelona. Todo lo que decía, con su pimienta justa, se transformaba en una mini película que él podía imaginar en su cabeza.
“En una semana me voy a Medio Oriente, tengo una idea para una novela sobre una chica que vive e intenta empezar una revolución femenina en tierras musulmanas plagadas de machismo, guerra y prejuicios”, deslizó entre tragos de cerveza. Le anticipó su futuro y eso lo dejó pensando. Esta era una salida más para ella, dentro de poco iba a estar en otro país, en otra vida, tomando cervezas con otro pibe. Una pequeña angustia le tocó el pecho, pero decidió esconderla y seguir disfrutando de esa “noche perfecta”. Hace mucho que no se sentía así de bien, y si iba a ser por solo una noche pensaba hacerlo valer.
La noche siguió hasta que el pequeño bar decidió apagar su luz. Mil maneras distintas de invitarla a su casa para seguir escuchándola se le vinieron a la cabeza, aunque esta vez prevaleció la sutileza y un beso que frenó el tiempo y dejó lugar para algo más.
Domingo 11 am.
Los ojos se le abrieron sin previo aviso. No dieron lugar a vueltas en la cama ni unos “cinco minutos más”, se prendieron buscando darle sentido a tanto sueño. Con su mano derecha tanteó con suavidad el costado de su cama y rozó el muslo izquierdo de ella. Respiró hondo y agradeció que todo fuese real.
Se levantó de su cama, se lavó la cara y los dientes y se preparó un café en la cocina intentando hacer el mínimo ruido. Mientras la cafeína se metía por sus venas empezó a pensar en una frase de Agustina que había quedado dando vueltas en su cabeza. No la recordaba textual, pero tenía que ver con salir de ese lugar cómodo en el que había estado tanto tiempo. Olvidar por un momento que era parte de esa rueda que día a día gira sin importarle sus sueños ni su futuro.
Se sentó frente a la computadora en el “living minimalista” mientras de fondo escuchaba los ronquidos de Agustina. Recordó esas anécdotas plagadas de momentos inolvidables que a él tanto le hubieran gustado vivir. En esas birras con Manu Chao, ver leones fuera de un zoológico o rezarle a dioses que no sabía ni que existían. En ser esta vez él el protagonista de una vida intensa.
Buscó en Google el pasaje más barato a Indonesia. No comparó precios ni escalas, y sin titubear con el botón derecho le dio click a comprar. Tenía un pasaje a Bali para dentro de un mes y la cabeza llena de ilusiones nuevas. Había encontrado ese FlexiDolor que tanto había buscado y no pensaba soltarlo. Ese que lo había ayudado en cuestión de horas a olvidar todo lo que le había pasado en los últimos meses. El remedio perfecto para acabar con su corazón roto, la despedida impensada y el departamento vacío.
muy bueno, muy real escrito, muy identificada en toda la primer parte del relato :/