Eucaristía


Por Gabriela Santagostino

Ilustración por Fede Main

Se lo comieron lento. Con desánimo pero sin pausa. La respiración agitada los hacía emitir sonidos, pequeños hipos ansiosos.

Se lo morfaron en silencio y con las manos. Sus miradas estaban fijas en algún punto de la línea del horizonte que se interrumpía con infinitos troncos igualmente rugosos, casi sin pestañear y definitivamente sin mediar palabra.
Rodeados de la luz azulada que proyectaban las copas de los cipreses sobre sus cabezas, saborearon el merengue que les ensuciaba los labios con copitos blancos. Ninguno de los dos tenía hambre. Pero se lo morfaron lo mismo.
Dos criaturas respirando en el bosque donde no existía el futuro.

Sentados sobre la tierra húmeda revolvían el pastel con los dedos, hundiéndolos desganados en el bizcochuelo, recorriendo trozos de fruta y crema, sintiendo en los costados de la lengua las texturas almibaradas y bajo las piernas el frío del barro que habitaban. Las manos se les enchastraban y al merengue se le pegaban algunas ramitas pinchudas, pero ninguno de los dos se detuvo a sacarlas.

Se lo morfaron con ritmo. Con insistencia. Con fruición.

Si hubieran podido escupir la angustia arriba de esa torta, lo habrían hecho solo para poder tragarla con más voracidad. Una coreografía obstinada, envuelta en el aroma fresco de las ramas de los pinos que se mecían a su alrededor.

Durante un instante, las miradas de los dos coincidieron en un cascarudo que caminó sobre la torta. Siguieron la trayectoria del bicho que tranquilo subió al recipiente plástico, trepó el terreno desigual de la superficie dulce, la atravesó y se fue como había llegado, dejando vacante de su negrura al merengue resplandeciente.

Sofía miraba a su hermano mientras hacía fuerza para hacer pasar un trozo más de torta por su garganta cerrada.

Tobías se quedó quieto unos segundos. Su barriga largó un quejido que lo estremeció y concluyó en un eructo ruidoso que los hizo reír. Un instante después, las cuatro manitos estaban nuevamente despedazando de los últimos trozos del pastel.

A lo lejos, la oscuridad espesa de la noche del bosque era atravesada por las luces del auto de Flora, que los aguardaba mirando hacia el frente quieta, con las manos bien apretadas al volante sobre el camino de tierra.

***
Siempre llueve en los funerales. No está claro cómo es que no llueve a diario, dado que la gente continúa muriéndose con persistencia día tras día. Pero ese jueves sí llovía.

Sofía caminaba lento detrás de una enjambre de personas y paraguas negros. En la garganta sentía como si se hubiera tragado una bola de pan seco. En una mano llevaba una margarita blanca y en la otra a Tobías, que caminaba mirándose los mocasines de charol.

Por momentos, Sofía tenía el instinto de girar la cabeza buscando a su madre para decirle algo. Recordaba, segundos después, dónde estaba su madre.

Entonces su mirada se encontró con el rostro de su tía Flora, quien desde ese día le ofrecería un rastro fugaz de la existencia de su madre en la repetición del semblante y el perfume a nardos. Flora cargaba en sus manos un táper transparente de tapa violeta con el gesto solemne de quien porta un cáliz sacramental. Allí dentro, esos restos de torta eran trozos incompletos del testamento involuntario que su hermana había dejado en la heladera.

Sofía no podía llorar porque no podía comenzar a comprender. Sólo daba paso tras paso, segundo tras segundo. Cada fotograma iba grabándose en el taco xilográfico de su memoria: un árbol de ramas frondosas, la melodía del graznido del pájaro que pasaba sobre ellos, un arbusto, el olor de los crisantemos con sus pétalos húmedos bajo la garúa, el frío en sus pies, el algodón en el estómago. Un hueco que nacía de su entraña y se quedaría a vivir para siempre ahí.
La luz tenue del mediodía gris encendía el verde de los eucaliptus del cementerio parque. Sofía inspiró profundo y saboreó el perfume a ramas mojadas. No quería dejar a su mamá ahí sola esa noche.

¿Qué se supone que se hace al volver de un entierro? ¿Cómo empieza lo que resta de la existencia de los que se quedan acá?

El cortejo se detuvo en un lugar donde el pasto se interrumpía y se abría un rectángulo exacto en la tierra donde Tobías vio pasar un cascarudo y un gusano. Los sonidos de la gente le llegaban en diferido a Sofía, que habitaba un limbo de náuseas y confusión. Alguien los condujo a ella y a Tobías adelante de todo, frente al hueco en la tierra que comenzaba a llenar su mamá. Un sacerdote comenzó a hablar, pero la garúa se transformó en gotas espesas y su discurso quedó enmudecido bajo la cortina de agua por lo que, resignado, rezó una oración y dio por finalizado el sermón. El cortejo se fue dispersando en un sonido de sobretodos empapados.

Quedaron Sofía y Tobías de pie, esperando sin saber qué otra cosa hacer, empezando a sentir la ropa pesada por la lluvia y el alma en los pies. A unos metros quedó Flora, que había improvisado un techo para la torta con su cartera. Junto a ellos, un señor con boina que tenía una pala en la mano empezó a cargar tierra desde un montículo.
Tomados de las manos escucharon el primer sonido de la tierra golpeando el cajón.

Es como tirarle harina a un fantasma, pensó Sofía. Tobías miraba fijo la tierra bajo sus zapatitos de charol y le pareció sentir cómo, de repente, la fragancia cálida de las tortas que cada tarde horneaba su mamá le abrazaba el cuerpo.

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