Llamé a Mabel para ver como estaba. Hacía una semana habíamos hablado y me contó que se mudó a una casa en Lanús. Le prometí que iba a ir a visitarla, pero en el medio nos agarró el coronavirus y la cuarentena.
La conocí hace cuatro años cuando daba clases de teatro en un parador de Costanera Sur a personas en situación de calle. Ella y su hijo Mario eran dos de mis alumnos.
Casi al mismo tiempo en que yo dejé de dar clases ahí, Mabel consiguió un subsidio del Gobierno de la Ciudad para mudarse a un cuarto en una pensión. Como no entraba con su hijo, él fue a vivir a un hogar.
Durante todo este tiempo mantuvimos la amistad. Aunque hablamos mucho, nos vemos poco. Dos veces en el año seguro: para su cumpleaños y para el de Dani, su hijo más chico.
Su vida es de esas que no va a aparecer nunca en la tapa de una revista, pero que si se llegara a publicar en Wikipedia pasarías horas de scrolleo para llegar al final. Nació en la pobreza y de ahí nunca salió. Trabajó de lo que pudo hasta que a los 35 años fue atropellada por un auto y quedó paralítica. Tuvo seis hijos y uno murió cuando tenía pocos meses. Su marido también falleció y quedó sola criando al resto.
Cuando la llamé era sábado, quería saber cómo estaba llevando el aislamiento. Me atendió semi dormida. Me contó que cuando se decretó la cuarentena obligatoria ella estaba en su casa con Mario y su nieto de 10 años. Desde el viernes que los tres están juntos encerrados.
Con su tono tranquilo, me dijo que estaba nerviosa porque le quedaban tres paquetes de fideos y $1,32 para lo que queda de la cuarentena.
Ya no me acuerdo si es por su discapacidad, su situación económica o por las dos cosas, pero Mabel recibe del Estado $8.500 que son su único ingreso.
También me contó, que el día anterior, Mario había ido a una panadería que queda a 6 cuadras de su casa a buscar facturas. Siempre van ahí porque los conocen y les regalan lo que les sobra. Cuando llegó, la policía lo frenó y le pidió los documentos. Como todavía tiene la dirección del hogar que queda en Capital Federal, lo llevaron detenido. De nada sirvió que la panadera dijera que lo conocía y que diera fe de que él vivía cerca.
Aunque no estuvo detenido mucho tiempo, pasó la tarde en la comisaría y se comió una causa. Igual, viendo lo que le pasa a otros, Mario puede decir que “tuvo suerte”.
Hace pocos días, en el barrio Malvinas Argentinas de General Pico (La Pampa), a Sebastián Britos le dispararon con balas de goma cuando volvía de comprar pan. Nunca le dieron la voz de alto, ni siquiera intentaron detenerlo, le dispararon y ya.

En un país como el nuestro, donde 35% de la población vive en la pobreza, no es tan fácil mantenerse en la comodidad del hogar o comprar en el almacén de la esquina. Entre los 8 mil detenidos que ya llevan las fuerzas de seguridad no están únicamente el boludo del surfer de Ostende o el que pasea el perro en La Boca teniendo domicilio en Palermo.
Por intermedio de un amigo, conseguí que el Municipio de Lanús le acerque una bolsa con comida a Mabel, pero le aclararon que era por única vez porque como ella no tramitó el cambio de domicilio, y lo sigue teniendo en Capital, no la pueden ayudar.
La situación de Mabel por supuesto que no es la única.
Esta mañana hablé con Gabriela, que tiene un comedor en la Villa 31 en el que todos los sábados les da de comer a 100 personas. Ella es una vecina del barrio que cuando falleció su mamá quiso transformar su sufrimiento en algo positivo.
El sábado su comedor estuvo cerrado. Aunque desde hace cuatro años que presenta documentación para que lo den de alta, asistentes sociales lo visitaron tres veces y en la última visita le dijeron que tenía todo para estar apto, sigue sin tener la autorización oficial, por lo tanto no recibe alimentos del Estado. Toda la comida que sirve semanalmente la consigue recorriendo frigoríficos y buscando donaciones. Como no puede salir a la calle a buscar, su comedor no sirvió comida.
Lo que le pasa a ella es lo mismo que le sucede a varios comedores de la 31 y de tantos lugares del país que durante esta cuarentena van a estar cerrados.
A la falta de comida en el barrio se les suma otro gran problema. Gabriela me contó que no están haciendo la recolección de la basura. Esto lo hacen cooperativas cartoneras, pero como no tienen elementos para preservar su higiene (guantes y barbijos) dejaron de hacerlo y la basura se acumula en las esquinas.
Se calcula que hay alrededor de 6 mil cartoneros que recogen 500 toneladas de reciclables por día. Como el coronavirus puede persistir varios días en las superficies, tuvieron que interrumpir su trabajo.
Natalia Zaracho, que es cartonera y referente de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), me explicó que dentro de los cartoneros hay dos grupos: los que están formalizados y cobran un incentivo fijo que se suma a lo que consiguen por la venta de lo que recolectan; y los que cartonean por fuera del sistema. Estos últimos son los que están más jodidos porque dependen únicamente de su trabajo y durante este tiempo no lo van a poder hacer. Ellos son parte del 40% de argentinos que trabaja en negro y que además de no tener un ingreso fijo no tiene ningún derecho laboral.
Natalia es de Zona Sur y aunque en su barrio hay miedo por el coronavirus, los mayores problemas siguen siendo el dengue y la tuberculosis. Una persona que tenga esta última enfermedad tiene que hacer un tratamiento aislado, algo muy complicado durante la cuarentena.
La mayoría de las personas que viven en villas están hacinadas en casas con servicios mínimos donde las normas de higiene que exige la pandemia no son fáciles de cumplir. Según el INDEC hay casi 6 millones de personas que no tienen baño o agua en su casa y hay 320.000 hogares en los que viven más de tres personas por habitación.
Obviamente que así, es muy difícil respetar a rajatabla la cuarentena. Para muchos, es casi invevitable salir de casa y exponerse a una posible detención.
Natalia me contó que en su barrio la gente tiene miedo porque ahí la policía está acostumbrada a abusar de su autoridad.
Tres días después de que me dijera esto, apareció un video en los canales de noticias en el que tres gendarmes obligan a bailar y caminar en cuclillas a dos chicos de la Villa 1-11-14 de Flores por romper la cuarentena. Este se sumó a otro video donde gendarmes obligan a bailar a siete personas en San Alberto de La Matanza.
Lejos de lo que vemos todos los días en Instagram, la cuarentena no está siendo para todos tan fácil. Las medidas que se toman, y que esperamos que sean efectivas para contener la propagación del virus, deberían contemplar la realidad de todas las personas y no solo las de un grupo. Además, el Estado debería hacer un mayor control sobre las fuerzas de seguridad y evitar que abusen de su autoridad.
Vamos una semana de esta cuarentena, así como tomaron con urgencia medidas preventivas para evitar la propagación del coronavirus deberían hacer lo mismo para evitar que la situación terrible de muchos se convierta en algo infinitamente peor.
Países del tercer mundo. Países subdesarrollados o en vías de desarrollo. Este relato es una pequeña muestra de lo que eso significa. Mientras tanto, el sistema de salud no tiene recursos para atender a la cantidad mínima de personas que van a necesitar internación según las predicciones más optimistas. Así estamos país.