Es ahora


Imagen por: Victoria Onorato

Cuando me di cuenta que no faltaba tanto para terminar la secundaria, me cargué una mochila que recién ahora estoy terminando de vaciar. Una que fui llenando con herramientas para el futuro. Probablemente tenga que pasar otra década y media haciendo kinesiología para sacarme este dolor de espalda. 

  La receta es muy fácil. Se toma un adolescente inseguro, se lo espolvorea con un poco de presión familiar y se lo coloca en un horno a fuego lento sobre un colchón de culpa religiosa con escamas de sistema educativo arcaico. El resultado: un ciudadano funcional y preparado para el mundo exterior  que no puede permanecer en el presente ni un segundo.

  Todo empezó cuando tenía dieciséis. Un monstruo de saco y anteojos me agarró del hombro y me preguntó: ¿Ya decidiste qué vas a hacer el resto de tu vida?  Pero claro, boludear e ir al colegio. Bah, eso es todo lo que sé hacer. Ah… perá… también sé el camino de ida y vuelta. ¿Porqué ahora que soy jovén tengo que invertir mi tiempo para cuando sea viejo y no lo pueda disfrutar?

  Primera decisión imposible. Mi problema era que me interesaba todo. O me daba curiosidad. Por eso hice cuarto año del colegio en la orientación a ciencias económicas y en quinto me cambié a naturales. Por eso llegué a esa recta final de seis meses antes de terminar con dos carreras cabeza a cabeza: Historia vs Medicina. Y para desempatar conseguí un test de orientación vocacional gratis en el Hospital Borda. ¿Un presagio? Me hubiesen encerrado ahí y no tenía que elegir. Encima, las psicólogas no me dijeron qué tenía que estudiar, sino que me ayudaron a que lo descubriese yo mismo. Así que estaba de nuevo donde empecé. 

   Historia me gustaba porque siempre me interesaron las personalidades. De chico leí muchas biografías de personajes históricos como Nerón, Haile Selassie y Nelson Mandela. Libros que ningún adolescente querría leer.  Me volvía loco tratando de entender qué les pasaba por la cabeza. Qué los llevaba a tomar esas decisiones que los hacían famosos. Qué contexto los impulsaba a adelantarse a su tiempo. 

  También me fascinaba el funcionamiento del cuerpo humano. Por eso Medicina. Y porque pensé que tenía una vocación de servicio que después no tuve, un poco por la culpa que me adjudiqué por saberme dentro de esa selecta porción de la sociedad que tiene recursos para acceder a la educación universitaria. Y porque me lo repitieron y repitieron unos curas con su bendita parábola de los talentos que nunca pude olvidar. Es una de las cuatro o cinco situaciones que me quedaron grabadas de la adolescencia. 

 Así que arranqué el CBC de Medicina con la sensación de que no podía regalar nada porque perder un cuatrimestre era peor que perder una pierna. La UBA es muy buena, pero no ayuda mucho a la psiquis de los jóvenes. Es un sistema complicado, una libertad tan encantadora como peligrosa y si no te acomodás rápido, quedás afuera. A mí que tenía un cagazo bárbaro y fui siguiendo las cursadas, me pareció relativamente fácil. Nunca fui muy bueno en la secundaria y acá no tuve problema para promocionar todas las materias. Eso sí, que no se te llegué a pasar una fecha de inscripción o algo por el estilo, porque te metés en un quilombo de aquellos. Después lo aprendí en la carrera, a fuerza de golpes y humillaciones en ventanillas con filas eternas en las que siempre te faltó hacer algo antes. ¿En serio no tenés ese papel?… Me acuerdo una vez que me olvide de votar y tuve que “demostrar” que estuve de vacaciones esa semana y mandarle una carta al rector suplicándole que me exima de mis pecados. 

   En lugar de Medicina empecé la carrera de Farmacia y Bioquímica. Resulta que en los doce meses anteriores me di cuenta que no estaba dispuesto a postergar mi vida diez años para salvar la de los demás. Al final era una rata de laboratorio. Me confié con el CBC que había metido y perdí un poco el miedo. Llegué a la primera clase de anatomía con mi birome y mi cuaderno a estrenar, silbando lo más campante, y encontré a todos mis compañeros con guardapolvo puesto y una caja de guantes. La profesora después de saludar dijo “saquen una hoja”. ¿Esto es primer año? Sí pá, esto es primer año y sin guantes duele bastante más. Hay parcialito todas las clases y empezaste 2 a 0 abajo. Mirá vos… A mi esta materia se me superpuso con otra cuando me anoté, ¿Con quién puedo hablar?

    En este tipo de carreras tu tiempo ya no te pertenece. Todo microsegundo que no estás durmiendo o laburando deberías estar estudiando. Podés hacer otras, pero sufriendo. porque si en ese momento no estás estudiando es porque después vas a tener que compensarlo metiendole el doble. Se vive con ese flagelo. Uno desarrolla habilidades increíbles como repasar mientras conversás y tomás una cerveza con un amigo o leer libros de miles de páginas que no tienen ningún conector, memorizando hasta los zócalos de las fotos.  Es un entrenamiento muy efectivo pero que alimenta silenciosamente a la mente ansiosa hasta extremos que pueden resultar peligrosos.

  Para colmo cuando estaba  en segundo año conocí a un compañero que era supervisor de control de calidad en un laboratorio y me ofreció un trabajo. Seis mil jugosos pesos por 45 horas semanales ¿Cómo meterle 9 hs más a esa perversa rutina de cursada y estudio?  Para empezar me compré una moto. Era la única manera de teletransportarme desde la Facultad de Medicina a Munro en los treinta minutos que separaban el término de la clase de mi entrada a ese cubículo blanco del que saldría a las diez de la noche. También, me acostumbré a fracasar. Y a quedarme pensando cuando le gritaba fracasado a Higuaín. A dejar materias y desaprobar finales. Estudiar días enteros y sacarme un cero ¿se puede poner cero? y si no se puede ¿qué?  

  Además, mejor eso que buscar chiques por un colegio y repartirlos en una camioneta por unas monedas, ¿no? Lo importante es que alguien estaba dispuesto a pagarme lo que para mí era una fortuna, cosa que me resultaba increíble porque nunca antes alguien había valorado mi trabajo. Pero obvio que nadie regala la plata y mucho menos una empresa. Así que como recién ingresado y último eslabón de la cadena, me hicieron justificar cada peso. Era un laboratorio nacional chico, de esos en que la cantidad de laburo no se condice para nada con la cantidad de gente. Entonces se premia especialmente al tipo que saca y saca trabajo sin chistar. Y eso fue lo que hice. 

  Apenas entraba miraba la enorme lista de tareas que tenía para ese día. Había arreglado con mi ex compañero y supervisor que me ponga cosas de más y que yo llegaba hasta donde podía. Generalmente, arrancaba por prender cuatro o cinco máquinas que necesitan calentamiento mientras ordenaba las tareas según los tiempos que implicaban. Empezaba por las largas, que tenían tiempos muertos para poder intercalar las cortas en el medio. Era un relojito. Iba y venía para todos lados. Y viendo que llegaba, me ponían más y más. Una vez, me hicieron ordenar un museo de contramuestras en el que se guardan algunas pocas unidades de cada lote que se fabrica en la planta. Es un depósito con miles de cajas idénticas,  con miles de productos iguales en los que sólo cambia el número de partida. Tardé tres semanas y terminé hablando con la radio.  

    Me convertí en El Hombre Productivo. Trasladé esa rutina perversa que traía del laburo y la facultad a mi vida cotidiana. Dependía de una eficiencia perfecta. Llegaba a mi casa, cortaba la comida y la dejaba adentro del horno hasta que faltasen cuarenta minutos para comer y tuviera que prenderlo. Ponía la ropa a lavar. Después, calentaba agua para el mate mientras me sacaba la pilcha de trabajo y ordenaba los libros arriba de la mesa. Estudiaba hasta que tuviese que colgar la ropa. Seguía estudiando, hasta que fuera hora de prender el horno. Seguía estudiando. Comía. Dos secas y a dormir. Planificaba absolutamente todo lo que iba a hacer. Hice un culto de prevenir no sé que y prepararme para no sé cuánto. El problema de tener tantas expectativas es que hay altas chances de no cumplirlas.   

   Estoy seguro que de alguna manera me sirvió.  Aun así, no lo recomiendo para nada. Se puede aguantar un par de años, pero tarde o temprano te desborda. Más alimento para la mente ansiosa. De a poco fui cambiando de puesto, de empresa y fui bajando un poco el vértigo. Cuando ya casi había perdido las esperanzas (tengan en cuenta que estuve diez años estudiando), de repente, me recibí. Lo logré, genial, ¿y ahora?  

  Cuando mi tiempo volvió a ser mío, sentí una angustia tremenda. Muchos años jugando con mi cerebro. Al principio pensaba que era aburrimiento. Me ocupé todas las tardes con actividades. Clases de saxo, fútbol, taller de escritura, lo que sea. Volvía a mi casa a la noche como cuando iba a la facultad o estudiaba. Aun así, cuando no tenía nada y estaba al pedo, después de media hora, empezaba a pensar ¿Qué puedo hacer? Creo que voy a salir a correr un rato, después puedo ir al supermercado, me pego un baño mientras cocino, como y veo un capítulo de una serie. Me ponía exigencias incluso con los pasatiempos. De 6 a 7 escribo, de 7 a 8 toco. Claro, si estas pensando que tenés que llegar a terminar desde el momento que empezás, difícilmente sea placentero. Y si un día decidía no hacer nada “útil” como tirarme a tomar sol en la terraza, a los pocos minutos se prendía esa vocecita de la conciencia culposa: ¿No tenés nada que hacer? ¿Algo que limpiar, que ordenar, para no estar tan complicado mañana? ¿Declaración de bienes personales? ¿VTV? ¿chequear el colesterol? ¿Nada?…

  Llegó un punto en el que me di cuenta que no podía disfrutar ningún momento. Siempre estaba pensando en lo próximo. ¿En qué momento voy a ser feliz si me la paso planificando para lo que va a venir? Recién ahí me dije que tenía que hacer algo. Dejar de preocuparme por el futuro a expensas de mí salud y empezar a ocuparme de estar bien ahora. Probé terapia. Pero de la obra social y cerca de casa. Porqué tendré un problema, pero con esa guita sabés las cosas que hago… Además, ¿y si el día de mañana la necesito? Después de cuatro sesiones me di cuenta de que no funcionaba. Podría haber ido a alguna más, pero corría el riesgo de estar perdiendo el tiempo, cosa que era inaceptable. O mirá si el mejor psicologue del mundo me estaba esperando la semana siguiente y yo seguía perdiendo el tiempo con esa…

 Probé con cursos de meditación y yoga. Me replanteé muchas cosas. No es que me haya curado mágicamente como esperaba, o que el problema se haya solucionado, pero con este tipo de actividades uno se da cuenta que no es especial. Que no es la única persona que le pasa eso. Hay miles de neuróticos ansiosos a los que se les complica conectar con este momento del espacio tiempo. Es una enfermedad para toda la vida. Como una adicción.  Hay que levantarse todos los días a luchar con ella. A discutir con tu conciencia, a tratar de concentrarte en lo que estás haciendo, a pensar en positivo. Y la solución tampoco es rápida. Durante mucho tiempo te sentís igual. Hay momentos buenos y recaídas en las que creés que todo lo que estás haciendo es al pedo. Hasta que de repente, un día de la nada, te ponés a hacer algo y lo disfrutás. Te sentís contento. Cuando te querés dar cuenta, ya escribiste 3 páginas sin sufrir porque te falta llevar la moto al service o porque el sábado pasado no definiste esa jugada al segundo palo.

PD: ¡Imaginate como la estoy pasando con en esta cuarentena!

2 Comments

  1. Lucia
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    Este artículo pareciera que fue una señal del universo, encima justo son las 00:00.
    Me identifiqué muchísimo con la historia, en especial con la parte adolescente porque me pasó lo mismo. Estaba entre Arquitectura y Medicina. Mi problema también empezó a los 16 y sigue hasta los 19. Termine el cbc de arquitectura, incluso empecé a cursar materias por internet cuando estaba en quinto año, para “ir adelantando”. No me convenció y me cambie a medicina y ahora estoy por empezar el cbc. Pero me da miedo porque, y si en realidad era la otra carrera y volví a “perder tiempo?” En fin. Ojalá todo salga bien y pueda disfrutar sin exigirme estar haciendo algo todo el tiempo 🥴

  2. Muchas gracias por tu aportación. Feliz semana.

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