La calle moría como también la tarde. El sol que bajaba entre las lejanas montañas encendía una gran sombra, como el pie de un gigante sobre el pequeño pueblo en las afueras de Seattle. Los bares recién comenzaban a despertarse de su siesta. Las chicas buscaban la esquina de todas las noches, discutían y se besaban, se abrazaban y mascaban chicle sin parar. Por cada cuadra un señor con sombrero, gafas y colita relojeando el negocio. Todo era sofocantemente igual. El tiempo parecía detenido ahí, en Aberdeen. Un niño rubio contemplaba a cada paso todo lo que el cuadro le ofrecía, miraba a las mujeres, las deseaba con amor, como a una madre. Luego bajaba la vista ante los hombres con sombrero, los aborrecía con dolor, como a su padre. Fumaba las colillas con lápiz labial abandonadas en la vereda.
Cuando cruzaba toda la calle principal, cuando su memoria tomaba la gran fotografía de la avenida, se apartaba solo, a esconderse bajo un puente. Y ahí, pensaba y lloraba, y creaba. Él no era nadie. Él podría no haber nacido, pensaba, y el mundo seguiría igual de triste. Él se sentaba a ver el río y no había más significado que eso, que un río.
A él, no le importaban las cosas, no quería a los árboles, a los animales ni a las personas. No le interesaba todo lo que lo rodeaba. Tan solo quería cruzar la avenida, mirar a sus madres de vestidos ajustados, fumar sus colillas y después ir hasta el puente, a mirar el río y a llorar.
Y fue tanto el llanto, tanto el odio, que se le salió del cuerpo. De golpe no podía controlarlo, se le escapaba por cada poro de su blanca piel. Para encauzarlo tomó lo primero que tenía a su lado y golpeó con toda su fuerza. La brutalidad con que arremetió el instrumento se empezó a hacer notar en el letargo del pueblo. Se fue filtrando entre todos los que estaban dando vueltas por ahí y se diseminó rápidamente. Todos los odios se unieron ahí, en ese grito, en esa brutalidad. De pronto aquel niño rubio con cara angelical que cruzaba como un fantasma las sucias calles de Aberdeen, estaba en cada pared, en cada remera y en cada corazón adolescente. Y él, que nunca quiso nada de este mundo, lo había transformado para siempre. Su huella profunda se metió en cada herida abierta de una sociedad que sangraba en silencio. Fue tal el resplandor, que no lo pudo soportar. Toda esa furia que le regaló a la gente, le volvía como afecto. Y él, que nunca estuvo preparado para el amor, no lo pudo soportar.
Nunca una bala cruzó de manera tan silenciosa un cuerpo y tan ruidosa al mundo.
Hoy se cumple un nuevo aniversario del nacimiento De Kurt Cobain. Hoy cumple 27 años otra vez y así será siempre. Siempre tendrá el olor del espíritu adolescente.