José miraba por la ventana como un pajarito marrón daba saltos y saltos sobre las ramas del árbol que decoraba la vereda de enfrente de su monoambiente en Palermo. Lo veía revolotear borracho de felicidad disfrutando de los pocos rayos de sol que lo peinaban y como si se tratase de una película, hipnotizado por su andar, se perdía entre las hojas del Fresno Dorado que poco a poco iba decolorando sus hojas con la llegada del otoño. Era algún momento del mediodía -ya le costaba diferenciar horarios- y su taza de café recalentado lo obligaba a perderse entre el fuerte aroma de los granos colombianos y el aire fresco que corría por su cuarto piso, ese que entraba a su “cuarto/living/comedor/cocina” sin pedir permiso.
La rebeldía del pequeño que disfrutaba de una libertad sin precedentes y que debía haber ganado más de un espectador invisible, le había traído el recuerdo de Enzo, el Guacamayo Azul que llegó a su departamento de la calle Junín al 1500 cuando él tenía entre trece y catorce años. Enzo, que ganó su nombre gracias al ídolo que decoraba las paredes de su cuarto, medía más de cuarenta centímetros y era su gran orgullo cuando algún compañerito del colegio lo visitaba gracias a esas tres o cuatro palabras -a veces poco entendibles, pero su esfuerzo valía más de una galletita de premio- que tarareaba una, otra y otra vez. “Papa, papa, papa” o “Puto, Puto, Puto” eran dos de sus frases características que repetía como un disco rayado ante la mirada expectante y la promesa de ganar esa galletita, fruta o migaja de pan. Vivía en una jaula bastante grande, aunque no lo suficiente para que volara, por eso todas las tardes y procurando cerrar todas las ventanas de la casa, Enzo se daba unas vueltas revoloteando por la cocina y el living. Era su momento. El de la libertad. El que aprovechaba para cagar los sillones o reposarse valiente sobre alguna lámpara grande.
Su hermano más grande, que había insistido en comprarlo, perdió el interés rápido una vez que se puso de novio y empezó la facultad, por eso Enzo pasaba la mayor parte del tiempo encerrado o jugando con José en la cocina. Con el tiempo, él también fue perdiendo el interés por el Guacamayo Azul y cuando cumplió 18 años, y después de verlo casi cinco encerrado en una jaula, se despidió de quien llevaba con honra el nombre de su ídolo para darle su libertad más que merecida: consiguió que un pequeño refugio en Tigre lo adoptara y Enzo cambió su jaula y los paseos en el living por copas de palos borrachos, jacarandás, ombúes y ceibos.
Se rascaba la barba mientras seguía con sus ojos al pequeñito y algo inconexo luego de recordar por varios minutos a Enzo y su adolescencia en el departamento de Junín al 1500, añoró la libertad del pajarito, la que ahora su Guacamayo estaría disfrutando si es que seguía vivo, y creyó con bastante ímpetu que si hoy se encontraba encerrado en ese monoambiente era probablemente obra del karma. El que seguramente lo perseguía a él, y a otros tantos seres en la tierra, y no lo dejaba dormir por las noches. El famoso y tan nombrado karma le servía para justificar su encierro. Sí, mientras pensaba en esa idea budista de la acción (el equilibrio y la justicia), caminaba algunos pasos a la heladera para buscar entre sobras su primera lata de cerveza del día.
No se consideraba creyente ni de esa ni de ninguna religión. De hecho, mucho le costaba creer que todo lo que estaba pasando era obra de algún Dios que nos estaba obligando a pensar nuestros actos y castigarnos por todo lo que hicimos en el último tiempo. ¿Por qué carajo tengo que pagar los platos rotos de un chino que se comió un murciélago en una sopa? ¿Qué tipo de justicia divina puede ser esa que ahora tengo que quedarme el día entero encerrado en este puto monoambiente? Se quejaba por dentro del supuesto karma mientras retomaba su pose en la ventana y volvía su vista al pequeño pájaro que ahora se posaba en una de las ramas más altas del Fresno. ¿El karma? Seguramente eso también lo inventaron los chinos para controlar nuestras mentes y ponernos a todos en jaque, se quejaba.
El gusto de la cerveza mezclado con el del café era uno de esos placeres culposos que arrastraba gracias a esta cuarentena. Era una constante de sus días y compartía ese sabor con orgullo, tanto como Homero el día que creó los Tomacos, y pensaba que algún día le gustaría armar una cerveza que una esos dos sabores sin recaer en la cerveza negra típica que tan poco le gustaba. Se imaginaba que sería considerada “CIPA” (Café India Pale Ale), con el cuerpo y la robustez de su cerveza preferida, pero con el amargor y pequeño dulzor de su café negro de filtro. Burbujas secas. De esas que se quedan en el paladar dando vueltas un rato pero explotan con firmeza. Aliento fuerte y sostenido, ideal para estar solo en tu casa sin tener mucho que hacer. De hecho, pensó que hasta le pondría de nombre Sabishi, que significa solitario en japonés. Y le armaría packaging con letras orientales, algún dibujo alusivo a esa cultura y con colores pastel. Se tendría que tomar en una temperatura de 2° a 4° y vendría solo en latas de medio litro. Solía tener una o dos de esas ideas medio estúpidas al día. Y cuando llegaba la noche, las olvidaba.
Le encantaría poder llamar a Sebas para contarle esta idea y flashear un poco juntos. Quizás armar un porro en la mitad y disfrutarlo entre charlas interminables sobre teorías conspirativas, emprendimientos que nunca llevarían a cabo y poner de fondo alguna batalla de rap. Pero en momentos así se le estaba haciendo difícil conectar con las personas. La distancia, el celular de por medio, las interrupciones, las videollamadas. No había nacido para estar conectándose con su gente por medio de la tecnología. Y esa idea de ver a alguien en treinta centímetros lo ponía de malhumor. Aunque había veces que aceptaba conectarse en una de esas llamadas multitudinarias, nunca terminaba satisfecho con la conexión virtual que se generaba. Extrañaba las discusiones, las miradas, las risas y las puteadas.
Pensó en llamar a Sebas y contarle de esta nueva gran idea para ver qué opinaba y quizás encontrar en la distancia algo de calor humano. Ser como ese pajarito y poder revolotear entre charlas y cervezas. Volar con la imaginación y llorar de risa con alguna locura inesperada que salga de la boca de su amigo. Poder mirarlo a los ojos. Levantarse a buscar la sexta birra de la tarde y darse cuanta que habría que comprar más porque recién caía el sol y todavía tenían mucho tiempo por matar. Pero mientras José pensaba eso se dio cuenta que el pájaro ya no estaba dando vueltas en el Fresno. Volvió a recordar a Enzo. Lo imaginó volando entre copas y copas de árboles en Tigre. Se miró y se acordó del karma. Y por un momento, entendió todo.
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