Por Inés Ripari
Abrí la mochila, saqué la cajita de lata naranja con motivos hindúes y la ubiqué de manera tal que quedara simétricamente entre los pies de ambas. En el terciopelo rojo del interior de la base descansaban dos honguitos marrones con tallos largos y desprolijos que nos miraban curiosos. Propuse hacer un ritual. Entonces nos agarramos de las manos y dijimos en voz alta nuestra intención para el viaje.
– Calma -pidió ella con los ojos cerrados.
– Respuestas -la seguí yo.
Después hicimos tres respiraciones largas, nos miramos y mordimos. El mío desapareció en un bocado, y ella se rió y dijo “qué osada” después de masticar una puntita. “Probé cosas peores”, le contesté canchereando mientras se escarbaba una muela con el dedo.
Tomamos agua y nos acostamos panza arriba. Yo puse las manos en la nuca y ella buscó contacto con mi hombro izquierdo. Dejamos que el sol nos quemara la piel y con los cachetes rosas le pedí el pañuelo verde que colgaba de su riñonera para que me atajara el flequillo. La miré a los ojos y le pregunté cómo me quedaba. Puso la cabeza de costado y dijo:
– Sos la chica más hermosa del mundo.
– Me parece que estás exagerando.
– Puede ser -dijo y se agachó para hacer un saludo al sol improvisado.
Un rato después, estábamos elongando. Formamos un rombo con las piernas, nos agarramos de las manos y nos estiramos las espaldas por turnos. A lo lejos, vimos acercarse un cuerpo con dos canastas. Cuando lo tuvimos a unos pocos metros, hizo la pregunta de siempre: “Chicas, ¿algún pan relleno salado o dulce?”. Nos cansamos de sostener encuentros impersonales hace días y le preguntamos el nombre. “Brigitte”, dijo con una sonrisa de último momento y empezó a enumerar los sabores de toda esa masa que le hacía peso en los brazos. Le pedimos que repitiera y compramos dos: uno y uno.
Mientras comíamos el salado, ella le dio otro mordisco y citó a Dárgelos: “Ey, ya me conocés, usame al revés, usame para probar…”. Nos dimos un beso y después otro y después otro y otro. La luz del sol nos calentaba las frentes y, mientras ella cantaba la de Dárgelos, yo tocaba la batería en una de sus rodillas.
No pienses que fue el error ni el paracetamol /
Ninguna intervención fantasma /
Trae la noche confusión /
Los grises son legión,
Seguía cantando ella, y mi batería invisible pasaba de un tacho y una chancha a tener también un par de toms y unos platos. Los brazos me volaban por el aire y disparaba rayos violetas que rebotaban en las ramas de los árboles y volvían a su piel que estaba a cada rato más amarilla. En el río, las olitas sacaban chispas cada vez que caía uno de mis golpes y las rocas miraban, y yo marcaba el pulso con el pañuelo que me sostenía el flequillo y ella seguía cantando y cantando, cambiando la voz como si fuera una consola de videojuego que le hacía vibrar distintas partes del cuerpo y le daba un brillo distinto, un brillo que se parecía al del cielo celeste de una tarde de invierno.
Lo hacíamos tan bien juntas que parecía ensayado porque cuando terminamos fue justo, tan al mismo tiempo que después nos abrazamos y nos cagamos de risa, nos dijimos todo lo que nos amábamos y que queríamos acompañarnos en todos los proyectos, en todos los caminos, a todos lados. Le di un beso con una intensidad de otro planeta y ella después se separó de mi boca y moviendo la cabeza dijo por última vez lo mismo que dice Dárgelos en el tema:
Ey ya me conocés /
Usame al revés /
Usame para probar.
No se cuánto tiempo pasó pero el tema duró hasta que bajó tanto la luz que quedamos en la sombra. Las formas brillaban un poquito más y todo era unos milímetros más hermoso, como si el dimmer de la belleza del mundo hubiera sido sutilmente alterado. Nos queríamos mover más cerca del sol pero cuando empezamos a caminar nos dispersamos y a mí me agarró sed de birra así que caminamos de la mano entre las rocas de la orilla del río hasta que encontramos el lugar adecuado, nos acomodamos y el dimmer de la belleza del mundo estaba un poco más alto, el viento más suave y las personas alrededor se habían vuelto transparentes. Entonces le pedí que me hiciera sombra y cuando quedó de espaldas, se iluminó en un efecto contraluz que disparó la magia. La miré ciega de amor y de calma y le pregunté qué hacía que algo fuera bello. Ella ni lo pensó, le salió de golpe.
– Tus ojos -dijo- la belleza está dada por la forma en la que ves el mundo.
Entonces entendí que esa era la respuesta que estaba buscando, que la calma estaba hace tiempo entre nosotras y que ella era magia. Después, la besé tanto que el poema se escribió solo. No hizo falta recordar las palabras exactas
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