Un señor y un chico juegan a hacer patito en la orilla del mar. Deben ser padre e hijo. El mediterráneo suele ser ideal para este juego, pero no en este día. Hoy se lo ve enfurecido, como un perro rabioso, echando espuma por las bocas de sus olas. Se traga sin masticar los patitos del niño y de su papá.
Hay dos chicas mirando sus teléfonos, sentadas en unos bancos de piedra. Llevan capuchas y le dan la espalda al viento. Tiene el mar de frente, pero lo ignoran. El mar parece enojado por esto y echa más espuma sobre la arena marrón. Casi llega a tocar las zapatillas del chico del patito. Busca llevarse de la patita al pibe que insiste dándole de comer piedras de diferentes tamaños. El padre lo agarra de la mano y lo aleja unos metros. Le hace una seña al hijo como queriendo convencerlo de ir para el otro lado, para el lado de la humanidad, el asfalto y el Mc Donalds. El chico se suelta y sigue apedreando al agua.
El papá se resigna y se sienta. Las chicas siguen indiferentes riéndose entre ellas.
Hay un perro gris que cada tanto se divierte con el chico y amaga a salir corriendo apenas la piedra toma vuelo, pero después se arrepiente y vuelve para atrás en un movimiento propio de circo. El pibe no frena, el mar no se empacha.
El papá se acerca y le dice algo. Después se da media vuelta y empieza a caminar de espaldas a su hijo, al perro y al mar. Llega hasta las chicas que tardan en enterarse que tienen un extraño en frente. El señor mueve la boca. Una de ellas lo mira. La otra sigue atenta al teléfono. El tipo señala para el lado de su hijo. La chica que lo mira asiente. El hombre también aprueba con la cabeza y sigue su camino para el lado de la rambla de asfalto.
Las chicas vuelven a su mundo de videos y risas y yo me aburro y saco también mi propio mundo móvil. Miro mis redes sociales. Hay poco. Ahora que no miro el mar, parece hacer más ruido. No me interesa, sigo bajando con el dedo, viendo fotos de gente que nunca vi en carne y hueso. Siento que las conozco. Sigo hasta que se empiezan a repetir con las fotos que vi hace un rato en casa. Es hora de leer, pienso, a eso habías venido. Al menos un capítulo. Saco el libro ignorando por completo el rugido feroz de un Mediterráneo desbocado. Me meto en la historia, es sobre una familia que es atravesada por la muerte de unos de sus miembros cuando era niño. Parece que el chico cayó en un pozo de agua helada y no llegaron a rescatarlo. Estoy por terminar la página cuando la primera gota cae sobre la palabra pozo y la borronea. Miro al cielo, todavía no entiendo las lluvias de esta ciudad, pero no quiero que se moje el libro así que prefiero guardarlo. Las chicas no están. Miro para el lado del mar. Solo veo al perro gris desafiando a la orilla, ladrandole a toda esa masa inmensa de agua salada. ¿Dónde están todos? ¿Los habré inventado? pienso y un latigazo eléctrico me corre hasta las manos. Me mareo. El perro ladra cada vez más fuerte, pero yo apenas lo oigo, porque el mar también ruge cada vez más alto. Se acerca para comer arena y piedras y se aleja para digerirlas. Así todo el tiempo. Las gotas siguen cayendo desparejas. No sé si llueve o estoy llorando sin querer. Respirá, Santiago, respirá y andate. Logro levantarme, me convenzo de que inventé a toda esa gente, que es parte del trabajo del escritor. Eso me alivia un poco.
Camino hasta las bicicletas, dándole la espalda al mar, cuando veo venir a una persona. Espero que sea real, suplico en silencio. Se acerca como un rayo. Es el señor del patito que pasa a toda velocidad a pocos centímetros de mi cuerpo, sin siquiera olerme. En unos segundos llega hasta la orilla. Mira para todos lados, grita un nombre una y otra vez. Cada vez más fuerte. Se escucha por encima del mar, lo intimida. El perro también se calla. Sus gritos parecen comerse el resto del ruido del mundo.
El Mediterráneo vuelve a su estado natural, empachado de tantas piedras y también ahora de carne y de huesos. El hombre sigue gritando. Las chicas ya no están o quizás nunca estuvieron.
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