¿Cuándo te vas?


Por Nicolás Filipini

Cuando era chico le tenía miedo a mi mamá. Esa señora de 1.60 se me presentaba de una manera apabullante en mi casa donde ella era ama y jefa. Creo que lo que más me asustaba era su capacidad para mezclar el amor y el odio en dosis tan balanceadas que era difícil identificar qué sentía por ella. 

Los días en los que la depresión bajaba la guardia, ganaba el premio a la mamá del año: pendiente de mí, de lo que quería y necesitaba. Las palabras dulces y los gestos de ternura abundaban y los recibía como ofrendas por el amor que nos teníamos, pero también como una disculpa por los otros días; esos otros días en los que la depresión tomaba control de cada rincón de su cuerpo y las palabras dulces se convertían en llantos y gritos ahogados. Días en los que los abrazos se transformaban en largas horas en silencio frente al televisor con lágrimas que rebalsaban sus ojos como un dique que ya no puede aguantar ni una gota más sin colapsar. Cada día, a la mañana me podía recibir con unas tostadas con chocolatada o un olor a pucho mezclado con el ruido intenso de series de Telefe que invadía cada espacio de la casa.

Ahora de grande, ya no le tengo más miedo a mi vieja. Ella murió en diciembre de 2010 pero recién me dejó este año. ¡10 años se tomó para irse! Tal vez ese fue el tiempo necesario para enfrentar a tamaño monstruo. 

¿Cómo se confronta a alguien que ya no está? ¿A quién o a qué le dirigimos los llantos, gritos e insultos? ¿Y a quién le dirigimos los abrazos? ¿Cómo se vive una vida con miedo a alguien que no está físicamente pero que habita en oscuros rincones de los recuerdos? ¿Cómo se deja de temer a quien más quisiste? 

Me acuerdo muy bien el día que finalmente partió. Guardé todos sus adornos de la casa, puse en cajas sus cartas y libros y regalé su ropa. Solo cuando quedaron unas pocas migas de su presencia noté que ella no se había ido; sino que yo le había soltado la mano para que se fuera tranquila. Solo en ese momento, cuando embalé la última caja, guardé la última carta y di toda su ropa. Fue ahí; cuando el último rastro de ese mausoleo en que la casa se había convertido se esfumó, que pude ver alrededor y entender que ella quería irse, pero era yo quien la estaba reteniendo. Ese día sentí que el miedo se había ido, o por lo menos había mutado hacia un recuerdo agridulce, más manejable, más fácil de llevar, más fácil de vivir.


Este texto surgió de los Talleres de escritura creativa de Wacho.

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