Por Julián Kum
“Hombre en la jungla”, contesta César, cuando le pregunto si sabe que significa el título de la canción que está escuchando (“Welcome to The Jungle” de “Gun´s and Roses”). Hay un error en la traducción, pero también un mensaje claro. Es la primera vez que nos vemos y decide reproducir ese himno en la computadora que utilizan en la clase de informática. Estamos solos en el lugar, una sala bastante amplia con un escritorio en el que descansan todas las máquinas; y, luego de una presentación, nos dejan solos. Al cabo de unos segundos en los que prima el silencio y su mirada se pierde en el brillo del monitor, acota con una voz apenas audible: “¿Vos vas a llevarme afuera?”.
El pasado duele. Hay marcas que se llevan en el cuerpo como cicatrices que evidencian batallas. Pero también hay de las otras, las del alma, que no se ven. “Yo no estoy loco, me internó mi hermano. El inventó todo”. César decide ir a buscar su merienda, un mate cocido y un pedazo de pan, en su pieza de la unidad siete. Habla balbuceando, haciendo un gran esfuerzo al pronunciar cada palabra.
El Hospital de Salud Mental “San Francisco de Asís”, ubicado en la capital de la provincia de Corrientes, no es como cualquier otro. A simple vista parece una cárcel– con su entrada enrejada, los guardias en las puertas, la Iglesia, la sala de aislamiento,- y así sería de no ser porque allí conviven cientos de personas con padecimientos psíquicos y no infractores de la ley. Construido en 1969 como hospital psiquiátrico, en realidad tenía otra misión no muy lejana a la actual: aislar a los locos de la sociedad. Hoy, es uno de los pocos hospitales monovalentes de la zona, aunque desde 1995 también se tratan otras patologías de índole mental, además de la “locura”, como el consumo problemático.
Los pacientes llegan al hospital por su propia voluntad –en los casos de consumo problemático, por ejemplo- y a la fuerza, por órdenes judiciales o familiares. Las leyes de “salud mental” en Argentina, hasta hace poco, permitían el encierro involuntario y el cese de muchos de los derechos de los enfermos, entre otras cosas nefastas. Si el paciente se resistía, intervenía la fuerza pública. Hoy en día, algunos agentes de salud luchan para que ciertas cosas cambien; otros no.
Los encuentros con Cesar transcurren con suma tranquilidad, algunos días inundados por risas, y otros tamizados con una amargura incontenible. Así, alguna vez, mirándome a los ojos me dijo: “Quiero hablar con vos para desahogarme”. Yo lo escucho, como si cada palabra que dijese fuera un gran descubrimiento, y lo es, porque no es para nada fácil que se explaye, que confíe en otro que le crea y que no le diga que fabula.
Cesar sorprende, enseña, se relaciona con el mundo de una manera única. “Pongamos un chipá cada uno”, me dijo un día que fuimos a pasear. Estábamos sentados en un banco y me enseñó que las palomas y los gorriones no temen a la gente que quiere darles de comer. Él comenzó dándole unas migajas, y luego me sumé. En cuestión de segundos nos rodearon unos veinte pájaros de distintos tamaños y colores. Él se adelantó a la situación, “No comamos todo nosotros solos”, sugirió, y le pase un chipá que rápidamente desmigajó para las aves. Entendí que no hacía falta preguntarle por qué resignaba su comida a cambio de alimentar a un pequeño gorrión: él sabía lo que era ser ignorado por los amos que dan de comer.
Ernesta es su psicóloga y la “encargada” de algunas unidades del hospital. Lucha día a día por producir cambios en la vida de los usuarios y es defensora a muerte de la apertura de puertas, de la externalización. Tiene en claro que la concepción de “paciente”, varía según el paradigma, y la posición ética que rija a los profesionales. Mientras que algunos parecen haberlo olvidado, ella intenta constantemente que quienes estén a su cargo superen sus crisis y puedan tener el alta cuanto antes.
Al hospital ingresan decenas de personas al mes, algunos tienen allí una corta estadía, pero hay otras que se ven atrapadas en enjambres burocráticos, profesionales o terapéuticos, que les van cerrando las puertas poco a poco, hasta dejarlas sin opciones, “Yo ya tengo el alta, pero falta la firma de mi psiquiatra para poder irme, me da rabia”, dice César. De todas formas, algunas de las personas que trabajan allí, como Ernesta, sostienen que “Hay que abrir las puertas porque eso le hace muy bien a la gente”.
César tiene 32 años y llegó por primera vez al San Francisco en 2007. No fue fácil. Era muy joven, y su familia empezó a observar en él “conductas extrañas”. En los primeros años realizó tratamiento ambulatorio, su familia se aseguraba de que así fuera. A la brevedad, sería clasificado con el diagnóstico de “Trastorno Psicótico Agudo de Tipo Esquizofrénico”.
Pasarían varios años hasta que César fuera internado por primera vez. Era el año 2012 cuando se fugó de la casa familiar y dejó de tomar los psicofármacos que le habían recetado. Cuando acudió al servicio hospitalario, los profesionales sostuvieron que tenía una “descompensación de su cuadro patológico (alucinaciones auditivas, ideas de influencia, heteroagresividad hacia objetos)”. Si bien meses después obtendría el alta, no sería la primera vez que estaría internado; la situación se repetiría hasta el día de hoy, que está cumpliendo su estadía más larga.
Sin posibilidades de salir del hospital, salvo en contadas excepciones, casi todos los pacientes, como César, intentan pasar los días con optimismo. Cigarrillos, talleres y comidas llenan las mañanas y las tardes; los otros momentos son para dormir. “Quiero que venga a visitarme mi mamá. Tiene que traerme ropa limpia”, dice preocupado. Las visitas son pocas aunque muy esperadas; las salidas son un poco más frecuentes, pero a condición de que no se acerque a su casa. Eso está terminantemente prohibido.
La familia de César, está compuesta por su madre, y tres hermanos que viven solos; su padre falleció hace algunos años. Es muy raro escuchar que han ido a visitarlo, pero él los espera incluso noches enteras sin dormir. Los profesionales no logran mediar entre él y su familia. “Mi hermano quería obligarme a comer milanesas, yo tire los platos al piso y salí de mi casa. Después vi a unos que iban en moto y como estaba caliente quise pegarles. Fue por eso que me trajo a internar, inventó que yo estaba desnudo”, dice. A los 24 años vivía su primer episodio.
En el hospital el día a día no es fácil y muchos no reciben el cuidado y la contención que necesitan. Hubo incluso muertes dudosas de las que nadie habla. La edad de los pacientes en el “San Francisco” es muy variada y hay quienes pasaron la mayor parte de su vida en el este lugar. Despojados de todo lo que tenían, no les quedó más opción que adaptarse. De acuerdo a lo que se observa, hay cientos de pacientes cronificados y permanentes; otros estables con respecto a sus patologías, pero con marcas sufridas por la institucionalización. Es por esto que gran parte de los residentes se conocen; ya que algunos conviven hace muchos años, compartiendo habitación, el comedor, o simplemente los pasillos.
César ama el fútbol, aunque en el hospital ha podido jugarlo pocas veces. Ferviente hincha de Independiente, sabe de memoria los nombres de todos los integrantes del equipo. Sin embargo, sus intereses no se restringen a los planteles, sino que además, le apasiona el aspecto táctico del deporte. “Mi sueño es ser director técnico de algún club”, comenta en nuestra primera salida del hospital a la costanera de Corrientes.
César como el “hombre en la jungla”, estaría más cómodo siendo Tarzán, aquel que pudo adaptarse a la selva, a sus habitantes y al entorno en general; y no el que es hoy, una persona que no puede ni quiere adecuarse al hospital, su jungla, y que lucha contra las bestias que constantemente intentan destruirlo. Él no es el hombre de la jungla, sino que es el hombre en la jungla. Librado a su destino, queda envuelto en la soledad: de sala en sala, en la marginalidad y el no-lugar, esperando que alguien, en el algún momento, lo lleve afuera.
que buena nota, los descubri hace poco y me parece de lo mejor que me he encontrado para leer