El campo de mis abuelos siempre fue el refugio más reconfortante para mí. El espacio de conexión con la naturaleza y mi familia.
Mis miedos e incertidumbres solía compartirlos con los animales. Desde un caballo viejo y ojeroso al que abrazaba, hasta una oveja distante que me miraba fijo. Sin embargo, tenía un personaje dando vueltas por ahí que también me brindaba paz y con el cual desarrollé una empatía especial. Extraña, pero eficaz.
Cuando la mirada fija de la oveja no alcanzaba para cubrir mi desahogo, agarraba el cochecito de mi prima más chica. Yo tenía diez años y ella solo dos. Salíamos a pasear por los corrales vacíos. Jugábamos con agua, le hacía muecas y el pasito de “la Macarena” que tanto le gustaba para que se riera un rato a carcajadas. De todos modos el show no era gratis. Después le tocaba a ella prestarme otro tipo de atención.
Me sentaba en la tierra y mirándola a los ojos comenzaba con mi sesión. Desempolvaba algún que otro secreto, se me caía alguna lágrima y terminaba cantándole o rimando alguna poesía que a esa edad ya me brotaba y no podía compartir con mis compañeros de cuarto grado.
Ella me observaba fijo como la oveja, aunque con bastante más atención. Se reclinaba en su coche y mantenía sus ojos bien abiertos. Durante esta conversación, que fusionaba gestos con palabra y sonrisas con seriedad, lograba crear un vínculo que no tenía con nadie.
Los años pasaron y estos encuentros se diluyeron. Ella vive en Chile y yo en Argentina. Compartimos reuniones familiares una vez al año y no mucho más que eso. Nunca le conté sobre nuestros paseos por el campo y estaba convencido de que no íbamos a tener la oportunidad de volver a conectar de esta forma, pero por suerte me equivoqué.
Hace unas semanas estábamos dando un taller de escritura junto a unos amigos y de sorpresa apareció ella. Yo sabía que había venido de vacaciones a Buenos Aires unos días, pero no me avisó que iba a aparecer en el taller.
Me paré de la silla asombrado. Me acerqué al trote y le di un abrazo con emoción. Tartamudeando le pregunté porqué había venido y me contó que cuando iba al colegio hacia cursos de poesía y entre risas agregó que hasta había ganado un premio. Después se disculpó por no avisarme, le parecía más divertido que sea una sorpresa. Me quedé sin palabras. Me retiré a una esquina a cebar mate con la mano temblando. Estaba confundido. Me preguntaba cómo no habíamos hablado antes de está pasión que nos unía.
La observaba redactar con intriga. Me interesaba saber qué estaba pasando en su papel. Ahora quien compartía sus sentimientos era ella. Levantó su mano y pidió leer. Se expresaba en voz alta con mucha seguridad y, aunque no se estaba dirigiendo directamente a mí, me hizo regresar a esos momentos donde yo le narraba mis poesías.
La emoción me desbordó y volando por los sonidos de su voz pude al mismo tiempo ponerme serio y sonreír, como hacía ella en su cochecito verde y amarillo.
Entre cervezas y música, cuando terminó el taller preferí no decir mucho más que “gracias por venir”, pero quiero contarle que, aunque nunca lo supo, cuando tenía dos años me ayudó escuchando mis letras y ahora lo volvió a hacer leyéndome las suyas.
Imágen por Pablo y Tomás Vio
😍😍😍
Sencillo y hermoso.