Hace unos días escribí un texto dónde decía que ya no le tenía miedo a la muerte. Para ser más específico, era una reflexión acerca de cómo la escritura es capaz de sacarme esa enfermiza ansiedad de que me voy a morir en cualquier momento. Un montón de palabras y frases dónde yo me hacía el capo y enfrentaba a la parca más que nunca porque había sacado mi primera novela, y claro, eso era el summum, y hasta podía reírme un poco del inexorable destino.
Sin embargo, yo sabía, quizás no tan consciente, que todo eso que había escrito era porque una semana más tarde, me iban a operar, y busqué de esa manera minimizar la cuestión. Me sacan la vesícula, no es nada, pim pum pam, y otra vez a la vida, un poco de dieta que nunca me viene mal, purgar el cuerpo y a otra cosa. Es cierto, que es una boludez, y que muchos pensarán que soy un llorón y un exagerado. Y tienen razón, pero mi mente no funciona así. Ni cerca. Mi cerebro empieza a maquinar como si fuera una especie de Rainman, y los ficheros empiezan a desempolvarse y caer uno tras otro. La periodista ésta, que se iba a hacer una cosa simple y mirá lo que pasó. El tío de tal que le dolía una muela y terminamos todos en la chacarita. El cuento ese de Carver donde el pibe tiene un accidente común y nunca más se despierta. Internet diciéndote que la anestesia no es moco de pavo. Todos esos datos se me vienen encima. Pero es uno en un millón, te dicen. O menos, quizás. Pero yo soy de la generación de Tonto y Retonto, y sabemos que aunque sea mínima, la chance existe.
Para peor, los días pasan lentos, a propósito, queriendo joderme. Y en ese paso cansino, en ese andar burlón de las horas, mi paranoia y mi temor se van transformando y transitan todos los estados que puedas imaginarte. Por un lado, una confianza extrema, donde recuerdo a cada persona cercana que pasó por esto, empezando por mi viejo que está tatuado a cicatrices. Después el miedo a no contarla, a que me duerman y nunca más despertarme. O la mala leche de que el médico haya tenido un pésimo día (en una de las visitas prequirúrgicas me dijo que su padre andaba mal), o incluso que se hayan confundido los tubitos que eran para vos con uno que está al lado haciéndose una lipo. En fin, todo un abanico de ansiedades al palo a la espera de ese momento. Todos esos temores.
Los mismos, que antes de tomarme un avión. Para colmo, el Doc me dice que tengo que estar dos horas y media antes en el hospital por el tema de los trámites. Es un aeropuerto, pienso. Llego, con Delfi, y nos anunciamos. Nos dicen que esperamos ahí sentados, algo así como migraciones. Ella me agarra la mano y me lo dice. “Tenés mano de avión”. Ella me conoce, ella siempre está. Nos llaman, me hacen firmar varias cosas, no quiero leerlas, seguro dice que el hospital no se hace responsable de mí. Nos volvemos a sentar hasta que nos viene a buscar un tipo y nos lleva a mi habitación. Eso es como el free shop y no sé porque. Hay algo que me hace entrar en confianza. Quizás ver que la gente actúa normal, que va de acá para allá, y que nadie está pensando en la muerte. Nos abre la habitación. Es un lujo, algo que ni en la luna de miel tuve. Agarro más confianza. Estar ahí me hace olvidar un poco que estoy en un hospital a punto de dejar atrás un órgano casi inservible. Me acomodo, me baño, me pongo la bata y prendo la tele. Pongo algún programa pedorro de fútbol, que es lo que hay que hacer en esa situación. Pienso en la gente que no le gusta el deporte, y no me imagino que harán en esos momentos.
Llega una enfermera, no es muy simpática, pero yo ya estoy listo para que me abran como a un pollo. Con la bata me siento un gladiador romano. Vine, vi y vencí. Mentira. La enfermera me dice que la opereta es tipo cuatro y media. Yo le digo que es a las tres. Duda, pero sigue firme en su teoría. Me atrasaron el vuelo, pienso. Justo cuando me creía un emperador vino el impero Otomano a decirme que todavía me faltaban más de dos horas, y otra vez el relojito, la ansiedad y los temores.
Al final fue un empate. El camillero apareció tipo tres y media, y casi sin poder despedirme me subió al ascensor y me llevó hasta el menos uno. Sí, debajo de la tierra. Ahí estaba la tripulación que me iba a operar, sonriendo y haciendo chistes, diciéndome cosas. ¿A qué te dedicás? Me preguntó uno. Soy escritor le dije, inflando el pecho y la vesícula. Y ahí, todo el miedo, se empezó a alejar de a poco y entré en una ensoñación que claro está, no recuerdo. Me levanté con ganas de vomitar, pero me lo guardé. El mismo camillero me devolvió a la tierra, me puso en la cama, y dándole la mano a Delfi, la misma que hace rato chivaba como en un avión, me sentí tranquilo, aterrizado.
Un par de días más tarde, ahora sentado, tomando un mate, estoy largando todo eso que casi vomito cuando me desperté de la anestesia. Quizás nunca me cure este miedo. Mientras tanto, seguiré escribiendo.
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