Hace cuatro meses empecé a hacer yoga. La verdad, muy piola. Aprendí a respirar mejor, estiré músculos que ni sabía que existían y me ayudó a manejar la ansiedad. Imagínense que fumé veinte cigarrillos por día durante los últimos quince años y hace un mes que dejé, en gran parte, gracias a la ayuda de esta disciplina ancestral.
También tuve mucha suerte al encontrar una profesora copada y que venga a mi casa, porque además de que soy un vago, tengo tres hernias y no puedo hacer las mismas posturas que cualquier persona. Así, al hacerlo de manera personalizada, pude arrancar con yoga, y sin saberlo esta práctica no solo me iba a ayudar a mí, sino que también me iba a ayudar a salvar una vida.
Hace unos días después de terminar la clase bajé a abrirle a Lu, mi profesora, y en la puerta me crucé con mis vecinos del 8ª, Lidia y Atilio, una pareja de unos ochenta años que vive al frente de mi departamento. Hace poco que me mude así que no los conozco mucho. Con Lidia hablé alguna que otra vez, buena onda la señora, pero con Atilio nunca charlé. Rubén, el encargado del edificio, ya me había avisado que era medio ortiva.
El señor y la señora Morales esperaron que yo me despidiera de Lu y, amablemente, Lidia sostuvo el botón para mantener la puerta abierta. Al subir al ascensor saludé a ambos pero Atilio no me dirigió la palabra, mientras que la viejita comenzó una charla banal conmigo. Cuando íbamos por el sexto piso Lidia me pregunta:
¿Quién era esa chica con la que bajaste? ¿Es tu novia?
No señora, ella es mi…PUM!!
Un fuerte ruido nos sorprendió a los tres. Se quedó el ascensor y la re puta madre. Nunca me gustaron las ascensores y menos si se rompen. Apreté los ojos e intenté concentrarme en que todo iba a estar bien, pero me había olvidado de dos detalles, dos grandes detalles. Lidia y Atilio.
Al instante la señora comenzó a gritar:
¡Ayuda! Mi marido es claustrofóbico ¡Ayuda por favor!
Con razón el viejo no me saludaba nunca cuando subíamos a nuestros departamentos, iba mas cagado que yo adentro de ese ataúd metálico.
Rubén, el encargado, no aparecía, y el viejo se ponía más blanco que un paquete de azúcar. Lidia lloraba y yo me agarraba la cabeza, sin saber qué hacer y con ganas de pegarle un cabezazo a la pared para desmayarme y escaparle a esta situación. Pero venía de mi clase de yoga y eso no es lo que me enseña la profe. Así, sin pensarlo mucho, me metí en el papel y arranqué a improvisar.
Señora, usted siéntese en esta esquina, señor, usted en la de acá. Soy profesor de yoga, vamos a hacer unos ejercicios para poder pasar tranquilos este momento.
Pendejo, no me rompas las pelotas. Lidia, llamalo a Rubén, que nos saque de acá por Dios.
No tengo señal Atilio. Por favor hacele caso al joven y sentate ahí.
Agarré mi celular, pero tampoco tenía forma de comunicarme, así que sostuve mi postura y seguí adelante.
Nadie tiene señal acá señor. Por favor, hágame caso, soy un profesional. Siéntese ahí contra la pared con las piernas cruzadas, mientras busco una música para relajar.
¿Vos sos boludo o te hacés? Tengo 81 años, de casualidad me puedo agachar y vos querés que cruce las piernas como un indio en el piso. Lidia, este tipo es un pelotudo y me estoy quedando sin aire.
La verdad es que en esta lo banco a Atilio. No tendría que haber sido tan quisquilloso y pedirle eso, pero ya me había metido mucho en el personaje.
No pasa nada, siéntese como pueda, extienda las piernas si le es más cómodo. Usted también, señora. ¿Se acuerda de esa chica que salió recién? Era una de mis alumnas, así que confíen en mí. Vamos a sentarnos, y vayan repitiendo en su cabeza las palabras Om y Shanti.
¿Om y qué? Lidia, ¿no te das cuenta que este pibe es un salame? ¡Rubén, la puta madre, aparecé!
Señor, si no quiere decir esas palabras no las diga, puede decir Maradona y Caniggia, fresco y batata o lo que quiera, es sólo para que se concentre en otra cosa, mientras busco una canción.
Spotify no me funcionaba, pero por suerte tenía un par de temas de los Beatles bajados en el celular. Puse lo más tranqui que tenía, “Yesterday”, y lo dejé para que se repita, ya que Rubén no daba señales de vida y no sabía cuánto tiempo iba a durar mi primera clase de yoga.
Finalmente Atilio accedió. Ya no podía gritar más y el miedo lo invadía. Con mi ayuda se sentó en una esquina y arranqué a flashearla como pude.
Cerramos los ojos y vamos a imaginarnos que estamos en un lugar que nos encanta. Ese lugar que nos da paz, donde todo los que nos rodea nos hace felices. Vamos a ir inhalando profundo e imaginando que nuestra columna se estira vértebra a vértebra. Nos llenamos de oxigeno y exhalamos lentamente, dejando salir todas esas cosas que nos perturban en este momento.
Lo fiché a Atilio para ver como venía y estaba más concentrado que un neurocirujano operando.
Ahora lentamente vamos a dejar caer la cabeza sobre el hombro derecho y bajamos el hombro izquierdo lo más que podamos para sentir la elongación en el cuello y seguir sacando las tensiones. Al inhalar volvemos al eje de la columna y al exhalar dejamos caer la cabeza al hombro izquierdo. Tranquilos cada uno a su ritmo y siguiendo la respiración normal.
¡Mamadera! No se qué carajo estaba haciendo. Maso menos recordé alguno de los ejercicios que hago antes de arrancar con las posturas, pero aunque no estaba muy seguro de nada, el señor conservador estaba en su salsa y eso es lo único que importaba.
La pareja continuó haciéndome caso como si fuese un gran profesor y cuando comenzaba a hacerles relajar la zona cervical se escuchó la voz de Rubén del otro lado.
Acá estoy, ya les abro, quédense tranquilos.
La señora, quién en primer lugar era la que más me bancaba comenzó a gritar:
¡Rubén! Por favor apurate hace 25 minutos que estamos acá adentro
A lo que Atilio que venía siguiendo mi clase contestó:
Lidia te pido por lo que más quieras en el mundo que no grites. Pibe vos seguí con lo tuyo.
“Yesterday” se repetía por decima vez mientras que el encargado abría la puerta del ascensor. Todos salíamos de esta pesadilla. Rubén – muy avispadamente- había llamado al SAME cuando se dio cuenta que el viejo había quedado encerrado. Una ambulancia lo esperaba en la puerta del edificio para tomarle la presión y asegurarse de que esté todo bien.
Yo me fui a mi casa sin decir mucho más, abrí una lata de birra y me arrojé al sillón en silencio.
Al rato vino Lidia a decirme que no había ningún problema y que Atilio estaba descansando. Me alegré de que ninguna de mis instrucciones medio improvisadas lo hayan lastimado y me tiré a dormir luego de esa media hora tan estresante que había pasado junto a la pareja del 8ª.
Al día siguiente –sábado de lluvia – y bien temprano escuché el timbre de mi casa. Era Atilio. Nos saludamos por primera vez, ya que antes de la escena del ascensor nunca habíamos cruzado palabra y sin titubear me dijo:
Soy jubilado y no ando con mucha plata pero decime pibe: ¿Cuándo arrancamos las clases de yoga?
También podés escuchar la anécdota acá:
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