La independencia es quizás uno de los momentos más importantes de la vida de una persona. A algunos les llega de rebote y muy temprano por tener que abandonar el interior para llegar con un pequeño bolso y un puñado de ilusiones a la gran ciudad. A otros les agarra la rebeldía y a los veintipico deciden que no se bancan más a sus viejos y buscan refugio en cuatro pequeñas paredes que en ese momento llegan a ser el palacio más grande del mundo. Y algunos, como a mí, la vida los pone frente a una oportunidad a la que no pueden decir que no y por ese capricho del destino terminan armando las valijas y encontrando a un par de cuadras de su casa un nuevo hogar.
La historia de cómo encontré mi nueva casa y me mudé a “la vecindad” tiene como inicio el descaro de mi compañero de piso (como dirían los gallegos): Marcos. Le comenté por lo bajo que la situación del país y las vueltas en las que me veía sumergido me iban a obligar a “irme” a vivir con él –de alguna manera él ya me había manifestado sus ganas de tener como primera experiencia fuera de casa un compañero para afrontar la soledad entre risas compartidas. Lo que podría haber sido un comentario al pasar se terminó transformando en el objetivo del francotirador más letal de la historia y en poco menos de dos semanas teníamos lo que a partir de ahora voy a empezar a llamar “rancho” señado.
La velocidad con la que se dio todo no dio tiempo al miedo previo, las dudas o hasta la posible excitación de la mudanza. Aunque sí tengo que aceptar que por momentos mil pensamientos diferentes se desacomodaban en mi cabeza en forma de ensalada y empezaban a transformarse en preguntas sin respuestas: ¿Y si no estoy cómodo en mi nuevo cuarto? ¿Y si me cago de hambre a la semana o vivo a deliverys y milanesas? ¿Qué pasaría si al mes empiezan las peleas con Marcos? ¿Me alcanzará la plata para pagar el alquiler, la luz, el agua y las expensas? ¿Sobrará algo para salir de joda o me voy a encerrar en mi casa todos los fines de semana por falta de presupuesto? Empezaban las dudas y empezaba la cuenta regresiva…
Pero gracias a dios el amor por el “rancho”, tengo que admitir, fue a primera vista. Con tan sólo cinco minutos recorriéndolo creo que cualquier soltero con ganas de encontrar un nuevo hogar podría jurarle amor eterno: dos cuartos con aire frío/calor, cama en uno de ellos para no tener que mudar la mía, baño completo y grande en perfecto estado, cocina con heladera incluida (me había comprado una ya, lo que hizo que me la tenga que meter en el orto), un living comedor con muebles cómodos y –atención a esto- una terraza de casi el doble del tamaño de todo el departamento sólo para nosotros. Sí, el sueño del pibe. Lo que uno anhela cuando empieza a buscar ese primer departamento este lo tenía y lo cumplía con creces. ¿Querías parrilla para un asado el domingo a la noche con amigos? Lo tenés. ¿Una pelopincho para los días de calor que se vienen? La tenés. ¿Un ventanal para olvidarte que lo poco que cobras por mes te obliga a encerrarte en cuatro paredes? Lo tenés…. ¿Algo más? Ah, sí, me olvidaba: queda enfrente de El Cuartito, una de las pizzerías más famosas de Buenos Aires.
Ahora viene la pregunta de por qué la vecindad. El “rancho” queda en el cuarto piso de la segunda torre de casi 20 pisos que tiene entre otras cosas una galería al lado y otra torre más del mismo tamaño. Por ende si uno hace el cálculo rápido y fácil podría estimar que un promedio de 160 personas entran y salen día a día de este complejo azulado que decora el transitado barrio de Retiro.
Así que ahí estaba yo: parado con una valija enfrente de una monstruo azul esperando comerme como un tiburón se come a un surfista principiante. Mudándome de un día para el otro, sin mucho aviso ni preparativo a mi nueva casa, mi nuevo hogar. Mis más de cuatro paredes donde esconderme. Mi terraza donde mirar el sol ponerse y la luna brillar. El lugar donde ranchar con mis amigos hasta que los primeros rayos de luz nos pongan en modo zombie…
Una especie de alegría intensa e inexplicable me electrificaba todo el cuerpo. Las dudas poco a poco se empezaban a despejar y esas pesadillas en las que el cuarto era chico, los deliverys horribles y la plata no alcanzaba pasaron a un segundo plano cuando Miguel, el portero que vigilaba la puerta de entrada del edificio y que pronto sería nuestro aliado tanto en las buenas como en las malas, nos dio la bienvenida: Bienvenidos al barrio. Bienvenidos a la vecindad. Bienvenidos a mi rancho.
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