La otra noche volví a soñar nítido. El sueño, como todos mis sueños, tenía varias escenas, pero la que recuerdo bien es la del básquet: yo tenía una pelota que picaba y picaba y mi rival era difuso, amigable, una suerte de compañía ahí enfrente, yo picaba y tiraba una, dos, varias veces al aro y en cada rebote sentía el peso, el calor de la pelota, un calor que no sentía hace doce o trece años y en el que no volví a pensar hasta más tarde, después de ir al médico y al banco y leer los diarios de Argentina donde me entero, ya en casa, que a Ginóbili le retiran la camiseta en San Antonio, que el tipo se retira y con él, a modo de homenaje, se va el veinte de su camiseta.
A Ginóbili ya no lo aprecio tanto, tiene un perfil empresarial y distendido y le publican opiniones en La Nación, no hay mucho que explicar, cada tanto me entero que tiene tierras acá, allá, que pone la plata que tiene, que es muchísima, en cosas que mejor ni traer a cuento, así y todo leo su nombre en los diarios y veo el link con su discurso y cuando el tipo agradece a su mujer por bancarlo en todas, por su compañía incondicional, y cuando habla de sus viejos, particularmente de su viejo, y dice que su padre nunca interfirió en lo que más amaba, que era el básquet, que nunca le dijo Emanuel hacé esto o Emanuel hacé lo otro sino que simplemente estuvo al lado, atrás o donde fuera, y que esa presencia era más fuerte que ningún otro consejo, ahí nomás, cuando el tipo habla de la compañía y dice lo del consejo o más bien lo de la falta de consejos innecesarios, ahí nomás yo me pongo a llorar.
Estoy recostado en la cama, en jeans, el mate humeando en la mesita y la compu en el regazo, como de costumbre, y ahí nomás me pongo a llorar mientras la tarde roja de Ixelles va filtrándose por la ventana de mi cuarto y pienso la puta madre, chabón, qué hago llorando con el discurso de este tipo, no sé si es lo que dice de sus viejos, si su carrera me da igual, si yo soy músico, nada que ver, no sé si es el discurso o la situación pero me quiebro y ahí reculo a sus partidos, a los juegos olímpicos que ganó con Argentina, a la final que jugaron los Spurs contra los Pistons, allá por 2005, una final apretadísima que definieron en San Antonio y a mí se me salía el corazón por la boca cuando miraba esos partidos, unos partidos en los que nada podía anticiparse y todo era resuelto a último minuto como solo pasa en el básquet, o en el amor, o en los cuentos policiales que al terminar decís qué locura, no te la puedo creer, qué partidazo.
Ahí nomás, entonces, se me vienen los Spurs del 2005 y el parqué del AT&T Center va mezclándose con el parqué de la calle Paraguay, donde jugaba los jueves por la noche, había buena junta en ese club y también era buen grupo el del colegio y así, mientras Ginóbili habla de sus viejos y también llora, así voy evocando mis partidos de torneo, partidos en los que jugaba poco porque había pibes más grandes, mucho mejores, pero que así y todo recuerdo con nitidez mientras la tarde va filtrándose por los árboles del contrafrente y destiñendo los edificios bajos de Bruselas, el cuarto ya medio rojizo, mi boca toda con sabor a yerba y parece que me estoy cebando la cabeza con recuerdos, que el humo sale de mis ojos empañados ya no sé por qué, por qué me quebré así, por qué vuelvo a San Antonio sintonizado en la tele de casa, a la sensación que me dejaba el calor de la pelota naranja contra el parqué del club o el cemento de la cancha del colegio o el cemento de la cancha de mi sueño.
La cancha de mi sueño era de cemento, al aire libre, es ahí cuando me acuerdo de la escena en la que estoy tirando una, dos, varias veces como no hice en trece años y me digo qué ganas de jugar un poco, qué ganas de jugar al básquet tengo ahora, ya mismo, pero el reloj parece decirme no, más bien lo contrario, todavía no hice mis escalas y el día libre hay que aprovecharlo, sin duda, para seguir creciendo como artista o más bien para no estancarse como artista, ni que fuera un genio, lo cierto es que yo no tengo esas cosas que dice Manu en su discurso, mucho menos cuando habla de la suerte, de la mucha suerte de haber nacido en esa familia y en el epicentro del básquet nacional y qué se le puede decir al respecto, se le dieron esas cartas y las jugó todas a muerte y mirálo ahora, su pechera blanca cuelga en ese estadio repleto y reluciente y en cincuenta años la gente va a seguir mirando, sintiendo, viviendo el básquet y su camiseta va a seguir ahí colgada y sus jugadas en youtube y en los sitios especializados y lo más importante es que esa vida, la vida de un genio que acierta, es el relato de su propia leyenda, una leyenda con la que el tipo se levanta cada mañana y con la que duerme cada noche y andá a saber qué soñará ahora, que se retira.
Estoy recostado en la cama y el reloj sigue diciendo sonata, escalas, dale que se hace tarde, yo soy de otro palo pero dejo llevarme por el recuerdo de esos partidos, por el calor de la pelota de mi sueño, y si bien no tengo la suerte y el genio de Ginóbili, pienso, lo que tengo seguro es una bici, tengo plata en la cuenta y franco en el laburo y si quiero voy al centro y compro pelota, zapatillas, lo necesario, si alguna cancha tiene que haber en Bruselas, pienso, una al aire libre, una cerca del barrio, y ahí es que dejo de pensar tanto y pongo a bajar temas del Macha, Calle 13, algo de soundtrack para el camino, ahí es que salgo de casa en jogging y zapatillas deportivas y pedaleo hasta Malbeek donde ato la bici y tomo el subte y ruego no cruzarme a nadie porque claro, cuándo me viste tomando el subte en jogging, cuándo me viste en zapas deportivas por el centro de Bruselas, lo cierto es que Dechatlon está ahí y apenas busco las pelotas me dicen que no hay más, que le llegan el lunes, dice el quía, y lo dice convencidísimo, como si hubiera vendido pelotas toda la semana, a lo que yo digo no puede ser, c’est pas vrai, mirá que venía dispuesto a comprarme una Spalding, esa Spalding medio ocre que lleva el relieve de la NBA y enseguida te hace pensar en Jordan, en Larry Bird, hasta en Wilt Chamberlain pensás cuando ves esa Spalding, yo quería una pelota así, bien polenta, bien posta, quería volver con todo a hacer algo que adoraba y paré en seco andá a saber por qué, si fue el colegio o el conservatorio, lo cierto es que insisto y el quía me manda a un shopping a tres cuadras, sobre la rue Neuve, una peatonal que siempre es Lavalle y Florida en hora pico y que recorro a pasos agigantados una, dos, varias cuadras hasta dar con el complejo y entrar a un megastore donde enseguida leo Messi, De Bruyne, lo que quieras menos básquet, claro, si esto es Bélgica, ni que estuviera en Bahía, o en San Antonio, o en Buenos Aires, esto es Bélgica y sigo buscando y al final, bien en el fondo, como escondido, diviso un canasto lleno de pelotas rándom, algunas de fútbol, otras de rugby y las menos, tan solo un par, anaranjadas, una a seis y dos por nueve euros.
Me voy picando del negocio, picando literalmente, como si probara el producto, la adquisición, no fuera cosa que tuviera que devolverla, y el rebote es tan natural que ahí me digo estas cosas no se olvidan, aprendés a manejar y a nadar y mirá si voy a olvidarme cómo picar la pelota, pienso, y ahí nomás hago el camino inverso, el subte hasta Malbeek y me importa poco a quien me cruce ahora, en jogging y despeinado, nada me importa ahora que llevo la pelota en la mochila y Kuryaki al palo en el teléfono y ya en Malbeek busco una cancha al aire libre, desato la bici, enfilo hasta Chaussé Saint-Pierre y ahí, medio escondida, rodeada por un armazón de tablas de madera oscura y una pared cubierta de graffiti, ahí está la cancha que es de playón, reglamentaria, los dos aros a tres metros cero cinco y yo, que hoy vengo a enterarme que mido metro ochenta y uno, casi ochenta y dos, según el médico, yo empiezo a picar una, dos, varias veces y pruebo de media distancia y emboco, tiro de media distancia de nuevo y emboco, me voy a la línea de tres porque ya me siento LeBron James y ahí pifio, el aro me escupe la pelota con violencia, tampoco la pavada, la estadística empieza a bajar y cómo era que estiraba el brazo, cómo era que entraba en bandeja y ahí nomás, del otro lado, escucho a uno, dos, a tres rivales como los de mi sueño, los pibes hablan español de España y me dicen que entre a jugar.
Mirame ahora, hace un rato estaba mateando en el cuarto, mirando absorto esa camiseta blanca, número veinte, una bandera izada en medio de un estadio repleto y reluciente, hace una hora lloraba las palabras de Ginóbili o la relación de esas palabras con mi vida y acá estoy, en la cancha de mi sueño, sintiendo el calor de la pelota por primera vez en doce, trece años, acá estoy, tío, y un español pica una, dos, varias veces antes de sacar un pase afuera de la llave y che, argentino, en cuanto viene el pase y estoy libre para entrar por derecha ya no dudo, le meto sin pensar y agarro la pelota fuerte con las dos manos y doy un paso y al segundo empujo el piso con el pie izquierdo y ya en el aire miro al aro y vos mirame ahora, desde afuera, mirame bien en ese instante en el que empujo el piso porque en ese salto también empujo el tiempo, el paréntesis de estos últimos trece años se contrae y toda esa vida, es decir todos mis partidos, mis conciertos, mis amores, todas esas escenas que oscilaron siempre entre el triunfo y el abandono, entre la tranquilidad y la desesperación, toda esa oscilación de tristeza y felicidad va impulsándome hacia el cielo y yo suelto ese paréntesis, aseguro contra el tablero y ahí la imagen se congela y mirame bien ahí, en el aire, medio segundo dura la toma pero es importante, mirame en esa porque es ahí que siento los ojos secos y de golpe sé que no hay más llanto, que ese día no extraño más lo que está lejos, que ese día duermo tranquilo y sueño ya con otras cosas.
Bruselas, 30 de marzo de 2019
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