El adoquín hacía su trabajo. Hacía rebotar una y otra vez el colectivo, y me impulsaba con fuerza para arriba refutando todo tipo de ley de gravedad. Ahí iba yo, como todos los días, preso de una rutina diaria que me consumía entre paradas del 39 por Palermo y Colegiales. Esa mañana mis auriculares escupían con furia frases de Kanye West y mi cabeza daba vueltas entre lo que se suponía que debía hacer durante el día y lo que ya sabía, por algún motivo extraño, que no iba a llegar a hacer.
El último asiento es sin dudas mi preferido. Viajo cómodo, sin la molestia de estar moviendome de un lado al otro cuando sube o baja alguien, y entre muchísimos otros beneficios casi siempre puedo estirar mis piernas. No es que sean largas ni mucho menos, mi metro setenta y pico no es el problema; pero siempre es bueno poder dejar circular la sangre de extremo a extremo antes de empezar un día laboral. Ese martes húmedo de agosto no había sido la excepción.
Las pintorescas calles de Palermo habían quedado atrás y ya nos habíamos empezado a adentrar en el mundo colorido de Colegiales. El Salvador se había transformado en Conesa, los perfectos adoquines eran ahora piedras mal colocadas y flojas sobre un asfalto marchitado y el fuerte olor del Ceamse se impregnaba en las ventanas del 39. Para mí era todo parte de un mismo viaje que hacía día a día, sin sobresaltos ni sorpresas, camino a mi trabajo. Ese cambio a contramano era lo que le daba a mis mañanas un tinte particular, uno que ni el gris del día podía llegar a apañar.
El rap de Kanye West y su Life of Pablo también habían quedado atrás. Ahora el que se ponía filoso en mis oídos era el Chizzo Napoli de La Renga. Faltaban dos días para que volvieran a pisar mi querida Capital después de diez años. Y la previa se hacía cada tanto gracias al aleatorio de mi celular y los cuarenta minutos de viaje que tenía en bondi. Fue en ese instante, mientras su rasposa voz entonaba EL Twist del Pibe que la palabra destino sorprendió a mi suerte y me cruzó en el medio del camino con unos rulos alborotados, unos ojos verdes profundos y una sonrisa Colgate en un pequeño envase de metro sesenta y cinco. Nos separaba esa pequeña distancia que hace instantes me permitía estirar las piernas con total tranquilidad. Esos centímetros de comodidad habían sido cedidos para que su espera fuera algo más amena.
Sus dedos apretaron el botón naranja de la puerta unos segundos después de cruzar la puerta principal del Ceamse. Hace unos años que se había transformado en un lugar muy oscuro y lúgubre, mucho más un día como este. La finísima garúa no ayudaba y el frío hacía que las calles estuvieran desoladas. Las uñas rojas se apoyaban entre las barandas de la puerta y las tiras de su mochila marrón que colgaba de sus hombros.
El 39 empezó a aminorar la marcha. Faltaban todavía dos estaciones para alcanzar la mía, y casi ocho cuadras más para llegar a mi trabajo. Sí, faltaba. A ella evidentemente le había llegado la hora. Casi sin previo aviso el colectivo frenó en la pequeñísima esquina de Conesa y Matienzo, y esos rulos giraron unos 35 grados. Los ojos verdes se me clavaron profundamente, y la sonrisa Colgate me despidió. ¿Otro amor de colectivo? ¿No estaré fantaseando mucho? ¿Culpa de la rutina? ¿El frío? ¿Sueño?
Cerré los ojos unos instantes apoyando la cabeza contra el respaldo. No escuché el ruido del motor seguir camino. El colectivo por algún motivo desconocido seguía frenado. La puerta abierta. Era como si el tiempo se hubiese detenido para mí. Era mi oportunidad, la respuesta a esas estúpidas preguntas y la posibilidad de matar a esta incansable rutina. La de salir corriendo a buscarla y hundirme de lleno en esos ojos verdosos.
No dudé. Poco me importó esa garúa y el frío. Ni la hora y mucho menos el trabajo. Aceleré y casi que me deslicé entre los escalones del colectivo para bajar de lleno en un charco que decoraba la vereda de la plaza. Los rulos se escapaban bailando poco a poco para el lado de Matienzo. ¿A dónde iría? ¿Qué habría en esa mochila? ¿Hace cuánto habrá pintado sus uñas? ¡¿Por qué tantas preguntas pelotudas?! ¡Apurate boludo! Necesitaba ya una excusa para salir corriendo hacia ella y una frase de manual para por lo menos sacarle dos segundos de su vida.
Aceleré el paso. Mientras mis zapatillas se iban empapando, mi cabeza diagramaba una estrategia para entrar por la puerta grande. ¡Lástima que no estaba concentrada en el camino! Una baldosa floja se me cruzó de manera muy injusta y me fui directo al piso. El sonido de mi cara de lleno en la vereda y el agua salpicando retumbó por todo Colegiales. Imposible que nadie de los que estaban cerca no lo hubieran notado. Ella menos.
La caída por arte de magia me había dejado a tan solo unos centímetros. Levanté los ojos con vergüenza y una melena color café me estaba mirando. Bah, mirando… Se le notaba la risa de oreja a oreja. Me puse colorado en un instante. “Entré por la puerta grande” pensé. Ella atinó a preguntarme si estaba bien y extenderme la mano para ayudarme.
El orgullo me ganó de mano. Me paré en un solo movimiento, y algo mojado por el agua que me llovió en los segundos que estuve en el piso, le sonreí. La miré, me perdí y sin titubear le dije que la estaba persiguiendo a ella. Que la había visto dos segundos en el colectivo y eso me había bastado para salir corriendo a buscarla. Que había sentido como que el tiempo se detenía cuando la vi y no tuve otra opción que aprovecharlo. Que me atacó una explosión orgásmica -obvio, no usé esas palabras- cuando la vi sonreír antes de bajar. Que esos segundos de conexión en el bondi habían hecho de mi día el mejor de la semana. Del mes.
Ella me miró, no titubeó y sonrió. Me dijo que no era la primera vez que me veía en el bondi. Que todos los martes y jueves se lo toma a las 10:30 am para ir a una clase de teatro y que antes de subirse piensa si voy a estar ahí arriba. Que me sonrió muchas más veces, pero que yo nunca la noté. Que una vez se pasó de parada solo para tener dos minutos más conmigo. Que me queda bien la lluvia. Y que el olor a humedad alborotaba sus rulos.
Me reí. El tiempo seguía frenado. Esta vez mucho más lento. Para cualquiera habría sido incómodo. Para nosotros no. Podríamos habernos quedados horas y horas así. Mirándonos. Sonriendo. Con la lluvia golpeando de lleno en nuestras narices. Con la humedad pinchando las mejillas. Podríamos habernos quedado horas…
La volví a mirar y me perdí. Abrí los ojos. El 39 ya estaba en la esquina de Maure y Zapiola. Los auriculares seguían disparando poderosas frases del Chizzo enojado y faltaban solo 8 horas para que La Renga toque en Huracán. Los rulos habían desaparecido. El tiempo se había seteado en “fast forward” y la puerta me invitaba a bajarme. Agarré mi campera rápido, me puse la capucha, me deslicé por los escalones y corrí al trabajo para no llegar tarde. Miré mis zapatillas que estaban empapadas como si me hubiera tropezado en un charco. Respiré y pensé: “sí, otro amor de colectivo”.
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