Es difícil quizás querer contar con palabras lo que te puede transmitir un país como India. Tuve la suerte de pasar tres meses en un lugar donde la religión es la vida, la comida picante, los autos tuks-tuks y los trenes infinitos. Hablé idiomas que no entendía, le recé a dioses que ni sabía que existían y probé cualquier cantidad de currys que hoy seguro no tendrían lugar en mi mesa.
Pocos lugares en el mundo me hicieron sentir tan en casa y al mismo tiempo tan extraterrestre como India. Venía, creo como todo el mundo, con un virus infectado en mi cabeza sobre lo que tenía que esperar de un país así: pobreza, pobreza y más pobreza. Y por si no me había quedado claro después de infinitas charlas con personas que ya lo habían visitado, lo único que podía esperar era ver… pobreza.
Seguramente cuando a uno lo condicionan de esa manera tiene dos opciones: o ir con los ojos puestos en lo que tanto a uno le describieron, o hacer oídos sordos y abrir la cabeza a una nueva experiencia, un nuevo encuentro y una futura nueva charla para contar y reivindicar un lugar como India. Eso era lo que quería una vez que pisé el inmenso y súper militarizado aeropuerto de Bombay.
Habría mil anécdotas para contar, algunas que quizás permanezcan guardadas bajo llave en mi cabeza para toda la vida y otras que sirven para decorar algún asado o previa con amigos. Desde el viaje de 40 horas en tren cruzando casi todo el sur de India en el que seis asientos sirvieron de espacio para casi 20 personas, pasando por un casamiento tradicional hindú en el histórico templo de Hampi hasta la eterna tarde fumando Bangh en un templo en Jaipur. Sí, las anécdotas pueden ser infinitas, pero si hay algo que aprendí en India y que me dejó de ensañanza para el resto de mi vida es: las apariencias engañan.
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